OMAR COLMENARES TRUJILLO |
En los últimos meses hemos visto en las redes sociales como
la captura ciudadana de delincuentes en el Municipio de Arauca ha llegado al límite
del linchamiento y hasta la justicia por mano propia, un fenómeno que cada vez más
toma relevancia y es altamente preocupante, sin embargo tiene claras explicaciones
desde las ciencias humanas, que por supuesto presentaré en este artículo.
Herramientas como Facebook y la red de mensajería Whatsapp se
han convertido en la tribuna más efectiva para difundir videos e imágenes de
presuntos delincuentes que terminan cercados por decenas de ciudadanos, quienes
generalmente los agreden bajo la mirada atónita e incluso cómplice de la
comunidad. Se trata de episodios que no tardan en hacerse virales y que
alcanzan otros públicos que elogian el actuar de la gente, al punto de
justificarlos.
El fenómeno de la justicia por mano propia no es un asunto
exclusivo de Arauca, sino en la sociedad colombiana, por lo que no se puede
decir que deriva de nuestra idiosincrasia o de alguna particularidad inherente
a nuestra sociedad; en otras palabras, los colombianos no nos tomamos la
justicia por mano propia por el mero hecho de ser colombianos. Vale la pena
recalcar este punto porque nos permite mantener la esperanza de encontrar una
salida a esta problemática, en especial enfocándonos en aquellas sociedades que
carecen de este problema para saber qué se necesita para sobrellevarlo. Sin
embargo, si no es algo que esté enquistado en nuestra idiosincrasia, ¿por qué
se presenta, y por qué parece venir en auge desde hace unos años?
Al hablar de justicia por mano propia no se habla solamente
del hecho de linchar a una persona, aunque este sea el caso más común. La
justicia por mano propia también puede contener un componente de humillación o
escarnio público. En el caso del linchamiento es bastante evidente, ya que se
trata de una multitud propinando una golpiza a un individuo o un puñado de
individuos, pero dicha humillación también se puede hacer presente sin
necesidad de violencia física, o al menos no al punto de poderse considerar
como un linchamiento.
Un linchamiento es la ejecución sin proceso y
tumultuariamente de un sospechoso o un reo, habitualmente precedida de un
arresto ciudadano.
Es un acto que está fuera de la ley y penado para proteger el
orden público, ya que el Estado debe defender su monopolio de la fuerza (ius
puniendi). Se suele producir de forma espontánea por motivos sociológicos
concretos, normalmente por la conmoción social de un delito concreto. Sin
embargo, también puede producirse por motivos racistas, religiosos o políticos;
La palabra tiene su origen en el vocablo
inglés lynching, al parecer originado a partir del apellido irlandés Lynch.
Existen dos teorías al respecto. La primera, que se debe a James Lynch
Fitzstephen, alcalde de Galway (Irlanda) en el siglo XV, quien se hizo famoso
cuando en 1493 hizo ahorcar a su propio hijo tras acusarlo del asesinato de un
visitante español.12 La segunda teoría se refiere a Charles Lynch, juez del
estado estadounidense de Virginia en el siglo XVIII, quien en 1780 ordenó la
ejecución de una banda de lealistas sin dar lugar a juicio.
Los golpes que se le puedan propinar son solo un medio para
lograr lo que, en este caso, constituye la aplicación de la justicia por mano
propia: poner al supuesto ladrón en la palestra pública de una manera
denigrante y que se considera aleccionadora. Este tipo de casos, en los que la
violencia física es secundaria, también entrarán en la descripción de justicia
por mano propia que se quiere presentar.
En palabras de Arriagada y Godoy (2009):
La inoperancia de los sistemas judiciales acrecienta la falta
de credibilidad de la población en la institucionalidad vigente, incluyendo
también a la policía. Información para Chile —que cuenta con este tipo de
datos— indica que en 1996 hubo sobreseimiento temporal en relación con el total
de causas terminadas, en 84.9% de los casos de robo con fuerza, 76.1% de robo
con violencia y 81.5% de los hurtos. Ello explicaría, junto con lo engorroso
del trámite, que en 1997 sólo se hayan realizado un 40% de denuncias del total
de robos y hurtos cometidos (Fundación Paz Ciudadana, 1998).
Cuando una sociedad no confía en sus instituciones ni en
aquellos que están encargados de mantener la seguridad, se puede llegar al
extremo de tomarse la justicia por cuenta propia. Esta desconfianza, como
mencionan Arriagada y Godoy, puede tener varios componentes: inoperancia del
sistema de justicia, corrupción a varios niveles (jueces, policía, políticos en
general), exceso de trámites para buscar justicia por los medios adecuados,
etc.; pero, independientemente de la presencia de uno o más de estos
componentes, parece haber algo claro: el fallo institucional conlleva a la
aparición de la justicia por mano propia.
Sería equivocado asumir que todos aquellos que se toman la
justicia por mano propia son psicópatas sedientos de sangre, o personas que
encuentran placentero infligir daño a otros sin motivo aparente. En medio de
una turba de proporciones considerables sería posible encontrar alguno con esas
características que, aprovechando el calor del momento y el anonimato que
ofrece la multitud, decide dar rienda suelta a sus más oscuros deseos. Pero,
por lo general, las personas que toman parte en estos actos son personas
comunes y corrientes que, probablemente por las razones expuestas en la sección
anterior, han llegado a la conclusión de que el mejor castigo para un
delincuente no está en las instituciones creadas para esos fines sino en sus
propias manos
En muchas ocasiones las víctimas directas son las primeras en
implicarse, bien porque se percatan del delito y reaccionan, pasando de la
legítima defensa a la agresión del linchamiento, o bien porque son alertadas
por la comunidad y luego pasan a agredir junto con el grupo o la persona que
inicia los hechos. Sin embargo, esto tampoco es la norma, y podemos encontrar
casos en los que la misma víctima es la primera en defender al delincuente de
una posible agresión (Víctima de robo impidió que golpearan al joven que le
había quitado su celular, 2015). Generalmente asumimos que la víctima, al ser
la directamente afectada, será la primera que quiera reaccionar, y en muchos
casos sucede, pero las víctimas que se abstienen de ejercer justicia por mano
propia, como veremos más adelante, son las que han sido capaces de superar esa
etapa que debemos tender a erradicar y, por tanto, son capaces de tomar medidas
más sanas.
¿Por qué creemos que la víctima debe responder a la agresión?
¿Por qué nos parece inusual que una víctima termine defendiendo a su agresor de
un linchamiento? El hecho de ser víctimas de un delincuente, independientemente
te de la gravedad del crimen cometido, nos produce una sensación de ira. De
acuerdo con Nussbaum (2016), la ira surge de creencias y apreciaciones con las
siguientes características:
[T]hey are made from the point of view of the agent, and
register the agent’s own view of what matters for life, rather than some
detached or impersonal table of values. Even when anger involves issues of
principle, of justice, or even global justice, this is because the angry person
has managed to incorporate such concerns into her conception of what matters in
life.
Si consideramos que un ladrón nos ha quitado algo que nos
importa (ya sea material, como un celular, o inmaterial, como nuestra
tranquilidad), el surgimiento de la ira se dará en los términos propuestos por
Nussbaum. Esta ira, además, estará acompañada de otros elementos:
Anger, Aristotle holds, is: ‘a desire accompanied by pain for
an imagined retribution on account of an imagined slighting inflicted by people
who have no legitimate reason to slight oneself or one’s own’ (1378a31–3).
Anger, then, involves:
1. slighting or down-ranking (oligôria)
2. of the self or people to the self
3. wrongfully or inappropriately done (më prosêkontôn)
4. accompanied by pain
5. and linked to a desire for retribution
By twice repeating ‘imagined’ (phainomenês), Aristotle
emphasizes that what is relevant to the emotion is the way the situation is
seen from the angry person’s viewpoint, not the way it really is, which could,
of course, be different (Nussbaum, 2015, p. 42).
Según esta definición, cuando nos convertimos en víctimas de
un delito sentimos ira, ya que consideramos que hemos sido dañados de manera
injusta por alguien que no tenía ningún derecho a violentarnos, y eso hace que
sintamos un deseo de retribución. Aquí es importante la aclaración que hace
Aristóteles entre el daño a uno mismo y el daño a un semejante, ya que esto
permite entender por qué un testigo puede llegar a experimentar esa misma ira y
terminar involucrado en una multitud que busca justicia por cuenta propia.
Al identificarnos con la víctima del delito podemos sentir
ese mismo dolor de haber sufrido un daño injusto: la víctima pudimos ser
nosotros, nuestros hijos, nuestras madres, nuestros amigos. Al ver en la
víctima de un crimen a otro ser humano igual a nosotros, o a alguien de nuestro
círculo social, somos capaces de sentir esa ira como propia, y más importante
aún, somos capaces de sentir ira incluso si la víctima directa no la expresa,
razón por la cual pueden presentarse casos como el ya mencionado, en que una
multitud busca un linchamientony la víctima directa del hecho termina
defendiendo a su victimario.
La aclaración de Nussbaum con respecto al doble uso de la
palabra “imaginado” en la definición aristotélica también es de gran relevancia.
Como se pudo ver en la sección anterior, un contribuyente a la aparición de la
justicia por mano propia es la impunidad, pero dicha impunidad puede ser un
hecho real, sustentado con datos, o puede ser una percepción ciudadana que no
se ajusta necesariamente con la realidad. Si la ira, según la definición aquí
expuesta, surge de la manera en la que las personas percibimos un hecho como
dañino y una determinada retribución como una manera de solventar ese daño,
parece claro que la búsqueda de justicia por mano propia involucra este
sentimiento específico.
Esto no quiere decir que la justicia por mano propia
sea la única que involucra estas características de la ira. Nussbaum señala que
sentir ira implica un deseo de que haya una retribución por el daño cometido, y
esto, a su vez, de que algo malo le pase al victimario (Nussbaum, 2015, p. 46);
pero este mal no necesariamente es una golpiza, puede ser simplemente el deseo
de que vaya a la cárcel, un lugar que difícilmente puede ser considerado bueno
para pasar una temporada.
El problema con la impunidad es que, si consideramos
que el victimario no va a pagar por su crimen yendo a la cárcel, el rango de
males que podemos desearle al criminal se limita, por lo que entregarlo a las
autoridades ya no es una opción para que haya una retribución que consideramos
justa por el crimen cometido. Aquí es relevante la introducción de la palabra
“imaginado”. Por un lado, la impunidad bajo la cual desechamos el castigo legal
puede ser real o simplemente percibida. Por otro lado, la idea de que una
golpiza (incluso la muerte) o una humillación pública es un pago justo por el
crimen cometido es algo que, en la sociedad actual, depende de la percepción de
la persona enojada.
En ningún código colombiano se establece que una pena justa
para el robo de un celular sea un determinado número de golpes, ni se establece
que la retribución para un robo sea ser desnudado en la vía pública y
humillado; es más, estos castigos ni siquiera tienen una regulación que permita
equipararlos a, por ejemplo, la justicia indígena, ya que no hay un código de
linchamiento: cada quien golpea y humilla según su propio criterio y hasta
donde su propia imaginación le permita; es por esto que, en ocasiones, estos
actos terminan con saldos trágicos en los que el linchado muere porque nadie
sabe cuándo ha sido suficiente.
Otra distinción relevante de la definición de ira, que está
muy vinculada a lo dicho anteriormente, es la de daño y menosprecio
(down-ranking). Para Nussbaum, esta distinción genera un cambio en la manera en
la que se interpreta el acto retributivo (Nussbaum, 2015, pp. 48-49), pero
sobre este punto volveré más adelante. Lo que quiero remarcar aquí es lo que
caracteriza a esa visión de menosprecio involucrada en la ira.
Esta presentación aplica tanto para quien se enoja por ser
víctima directa como para quien se enoja al ver que se comete un crimen. En el
primer caso, la víctima puede percibir que sufrió un daño y un menosprecio, en
el sentido en que su estatus se vio disminuido por culpa del delincuente. Esta
disminución de estatus se presenta como una sensación de vulnerabilidad: antes
del delito la víctima se sentía segura y en control de su vida, pero al verse
atacada pierde esa seguridad. El hecho de poder retribuir el daño causado
restablece su estatus al mostrarle al delincuente que, si comete un crimen,
tampoco está seguro, porque irá a la cárcel, o en el caso de la justicia por
mano propia, se expone a salir lastimado o morir. Esta lucha de estatus cobra
más importancia en aquellos casos en los que el castigo aplicado por mano
propia no tiene como objetivo primario la violencia física sino la humillación,
como el caso que vimos en el que el presunto delincuente es obligado a
desnudarse.
En este tipo de casos se ve con más claridad el componente
narcisista de la ira enfocada en el estatus. Aquí no se busca lastimar el
cuerpo sino la honra, demostrar que se está por encima del delincuente, que hay
una mayor valía social que se recupera al pisotear la de aquel que quiso pasar
por encima de esta. En los casos de violencia física esto también está
presente, pero se puede ver oscurecido por el papel supuestamente aleccionador
de los golpes.
En términos de vulneración de derechos humanos es menos
lesivo obligar a alguien a humillarse que agredirlo físicamente, pero ambos
escenarios son igualmente condenables y, lo más importante, igualmente
irracionales. Nussbaum expone la irracionalidad analizando el papel retributivo
involucrado en la ira tanto en el caso del daño como en el caso del menosprecio
o pérdida de estatus.
¿Significa esto que causarle o desearle un daño a un agresor
no repara absolutamente nada? En el caso analizado anteriormente es claro que
no, ya que no hay manera de evitar lo que ya ocurrió; pero, al menos en nuestro
imaginario, sigue habiendo algo que restaurar: nuestro estatus.
Esta disminución de estatus se presenta tanto en la víctima
directa como en la persona que se enoja al ver un crimen ya que, si ambos se
sienten enojados, ambos buscarán retribución. En el caso de la víctima es
evidente: ella fue la que quedó vulnerable ante el ataque del delincuente. En
el caso del testigo que se enoja también hay un sentido de vulnerabilidad pues,
como se mencionó antes, la persona puede pensar que ella, o alguien de su
círculo, será la próxima víctima si no hace algo. Esto nos permite explicar por
qué en un acto de justicia por mano propia no solo participa la víctima, sino
que, por lo general, se unen varios espontáneos que confluyen en un objetivo
común. Si el único propósito del acto retributivo fuera el pensamiento mágico
de que lastimar al delincuente reparará el daño que causó, no habría
explicación para que alguien ajeno a la víctima reaccionara, ya que ese extraño
no perdió sus pertenencias, ni a su ser querido, ni fue violentado física o
sexualmente. Pero si lo que está en juego es, además del pensamiento mágico del
balance, el hecho de que castigar al delincuente restaura el estatus, tiene
mucho sentido que cualquiera entre a participar del acto. Recordemos que el
enfoque en el estatus es altamente narcisista; no tiene nada que ver con que
delinquir sea malo, tiene que ver con que lo que ocurrió vulnera nuestra
seguridad personal. Si me identifico con la víctima y pienso que ese
delincuente pudo haberme atacado a mí o a alguien cercano a mí, la restitución
de mi estatus cobra sentido, y es algo que, en mi imaginario, puedo lograr a
través del castigo físico al delincuente.
...De la ira a la transición...
LA IRA TRANSICIONAL
Renunciar a la ira, o decir que debemos ser capaces de
reprimir este sentimiento, no solo es un sinsentido sino un grave error. Como
se ha visto a lo largo del presente trabajo, la ira parece jugar un papel
importante en la mejora de los individuos y las sociedades. En efecto, si ante
un crimen fuéramos completamente pasivos, incluso apáticos, ¿cómo podríamos
avanzar como sociedad para evitar que estas cosas ocurrieran?
El problema que debemos solucionar no es, pues, cómo hacer
que las personas no se enfaden ante un delito, lo que debemos solucionar es
cómo hacer que las personas hagan la transición y usen esa ira como motor para
la búsqueda de bienestar social, en lugar de usarla como forma de satisfacer
deseos egoístas e ilusorios de justicia. Nussbaum (2015) establece una
diferencia entre las personas que se enojan y luego hacen la transición y las
personas que experimentan una ira transicional; es decir, que no llegan a
pensar en retribuciones de ningún tipo, sino que inmediatamente pasan a pensar
en el bienestar social que permite la transición.
Todo lo anterior solo se logra siendo consciente de los
objetivos a los que se quiere llegar con la ira y con la transición: en el
primer caso el objetivo es la humillación, en el segundo la justicia (Nussbaum,
2015, p. 53). Para lograr esto debemos empezar por entender que humillar al
otro no es hacer justicia, que no son sinónimos, y esta confusión de términos
también puede ser algo muy arraigado en nuestro imaginario y en nuestra
cultura. ¿Qué es lo que entendemos por justicia? Una parte importante del
proceso pasa por aclarar este concepto para poder entender por qué la justicia
por mano propia es irracional de la manera en la que aquí se menciona, y por
qué la transición nos puede ayudar a buscar una justicia enfocada en la
reparación y no en la retribución, traducida en un bienestar que nos beneficia
a nosotros y al resto de la sociedad.
Vale la pena señalar que este paso de la ira a la ira
transicional no implica de ninguna manera que no deba haber castigos para los
delincuentes, o que no deban ir a la cárcel o pagar de alguna manera por sus
crímenes. Este castigo puede hacer parte de esa reparación que se busca si se
establece una justicia que no pretenda simplemente encerrar gente en
condiciones infrahumanas.
Lo importante aquí es notar precisamente ese cambio en el enfoque
del castigo: no se busca enviar al delincuente a “pudrirse” en una celda, o a
pagar con su vida o su libertad por el crimen que cometió. Esta concepción del
castigo al criminal mantendría ese pensamiento mágico de la retribución al
asumir que, si el delincuente robó un bien, ese robo se compensa “robándole” la
libertad; si mató o violó, esa vida y ese asalto a la integridad se compensan
con una vida en la cárcel, que equivaldría a estar muerto en vida, o incluso,
como se suele pedir últimamente, con la pena de muerte.
Ese no es el enfoque
que mantendría el castigo si se logra pasar a la ira transicional. Dicho
castigo, por un lado, tendría un componente de seguridad para la sociedad: si
la persona es tan peligrosa que representa un riesgo para la sociedad,
evidentemente debe estar recluida en un espacio que preserve su seguridad y la
de los demás. Nótese que este tipo de reclusión no es retributivo ni vengativo,
el único objetivo es salvaguardar el bien común, nunca humillar al delincuente.
Por otro lado, si el delincuente es susceptible de ser reformado, el castigo
debe tener ese objetivo: restituirlo a la sociedad reformado. Ese es el
objetivo de una cárcel, de un sistema penitenciario, y para lograr que esos
objetivos se cumplan debemos, como sociedad, ser conscientes de que hoy en día
las cárceles del país no cumplen con esos parámetros; por el contrario, se han
convertido en sitios desagradables que constituyen un castigo, no solo por la
privación de la libertad, sino por las condiciones infrahumanas en las que allí
se vive.
La salida de la justicia por mano propia requiere reforzar
los lazos dentro de la comunidad y con las instituciones que imparten justicia,
uno de los componentes clave en el surgimiento de la justicia por mano propia
es la pérdida de la confianza en la justicia, pero la confianza en general es
un elemento clave en la construcción de paz, y por ende incide en evitar tomar
la justicia en nuestras manos.
En un país azotado por grandes males como la corrupción, la
inoperancia y debilidad de sus instituciones y la impunidad, es comprensible
que los ciudadanos se sientan frustrados y enojados cuando ven, o creen ver,
que el sistema que debe protegerlos no cumple su tarea, y este enojo los lleva
a buscar sus propias maneras para saldar cuentas; sin embargo esto no es excusa para que
actuemos como seres irracionales, ni para que llevemos a nuestras sociedades a
espirales de violencia que solo logran acrecentar los problemas que nos
aquejan. Si las instituciones no son capaces de castigar a aquellos que cometen
delitos, y nosotros mismos empezamos a cometer delitos para castigar a esas
personas, resulta evidente que el aparato judicial tampoco será capaz de
castigarnos, y en esa eterna búsqueda de retribución podemos terminar
sumergidos en un mar de violencia sin sentido. Puede parecer un escenario
descabellado, pero no tenemos que llegar a esas dantescas situaciones para
darnos cuenta de que debemos detener este fenómeno prontamente.
Justicia no es sinónimo de humillación, si logramos quitarnos
el sesgo narcisista al momento de indignarnos por las cosas malas que pasan en
nuestro país, tal vez logremos mejorar, poco a poco, nuestra sociedad. El paso
de la ira a la transición no solo nos puede ayudar a lograr este objetivo,
también nos puede ayudar a mejorar nuestras relaciones personales al ponernos
en los zapatos del otro y entender que no siempre se trata de nuestro orgullo y
nuestro estatus.
Nussbaum, M. (2015). Transitional Anger. Journal of the
American Philosophical Association,1(1), 41-56. DOI: 10.1017/apa.2014.19
Nussbaum, M. (2016). Anger and Forgiveness. Nueva York, E.U.:
Oxford University Press.
CONSECUENCIAS JURIDICAS
DEL LINCHAMIENTO AL DELINCUENTE
Lo primero que debe tener en cuenta es que en la justicia
colombiana prima la presunción de inocencia. Es decir: todo el mundo es
inocente hasta que se demuestre lo contrario, o mejor: hasta que un juez lo condene.
Si bien existe la figura de flagrancia, que sucede cuando el
delincuente es capturado durante el robo (o justo después), solo será culpable
hasta ser condenado.
Por lo tanto: si está linchando a un ladrón (aunque no lo
crea), para la justicia está linchando a un ciudadano inocente.
De ahí parte todo, pues ese linchamiento está tipificado como
delito en el Código Penal: lesiones personales.
El artículo 331 del Código dice, tal cual: “El que cause a
otro daño en el cuerpo o en la salud”. Cualquier daño.
Y acá viene lo peor: el artículo 332 dice que “(Si el daño
consistiere en incapacidad para trabajar o enfermedad que no pase de treinta
días, la pena será de arresto de dos (2) meses a dos (2) años. Si pasare de
treinta días sin exceder de noventa, la pena será de seis meses a tres años de
prisión y si pasare de noventa días, la pena será de 18 meses a cinco años de
prisión”.
Estas penas se ven aumentadas si hay daño físico permanente o
incluso si hay daño síquico o sicológico, lo que podría llevarlo a prisión
hasta por siete años.
Además, si en medio del linchamiento se llega a poner en
riesgo la vida del ‘supuesto ladrón’, el Código lo tipifica como tentativa de
homicidio, lo que podría acarrear hasta 12 años de cárcel.
Todo esto depende de las circunstancias del linchamiento, de
si es capturado y de si la persona golpeada decide denunciarlo ante la
justicia, pero por si acaso, es mejor no arriesgarse.
Por eso, de nuevo, el llamado que hacen las autoridades es a
no tomar justicia por mano propia.
#OmarColmenaresTrujilloLawyer
Una aproximación desde las ciencias políticas y el derecho.
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