lunes, 8 de octubre de 2018

ACTIVIDAD PELIGROSA-SENTENCIA-SC002-2018




ACTIVIDAD PELIGROSA, RIESGO Y DAÑO EMERGENTE




Y continuamos en este mes de octubre haciendo un recurrido por algunas de las más trascendentales Sentencias de la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de justicia colombiana, en esta oportunidad el máximo tribunal estudia los conceptos de Actividad Peligrosa, Daño emergente y Lucro Cesante, espero sea de su interés:


SENTENCIA-SC002-2018

Sala de Casación Civil- Corte Suprema de Justicia de Colombia
12 de enero de dos mil dieciocho (2018)
Magistrado Ponente
ARIEL SALAZAR RAMÍREZ

FUNDAMENTOS FACTICOS

1. El 25 de junio de 2009, mientras intentaba subir un marco metálico de una ventana para ser instalado en la fachada del tercer piso de su residencia, el señor José del Carmen Umbarila hizo contacto accidental con uno de los cables de la red de energía pública, sufriendo una descarga eléctrica que ocasionó su muerte fulminante.

2. Al intentar reanimarlo, su compañera permanente Rita Saboyá sufrió quemaduras de tercer grado en sus manos y brazos.

3. El cableado que produjo el accidente no cumplía con las especificaciones de seguridad señaladas en las reglamentaciones administrativas correspondientes, pues no tenía el recubrimiento requerido ni guardaba la debida distancia respecto de la vivienda.

4. El occiso solventaba las necesidades del hogar, dado que su compañera permanente dependía económicamente de él, así como dos de sus hijos y una nieta.

Rita Saboyá Cabrera, Jhon Richard, Jheyson, Joseph Manuel y Luz Evelyn Umbarila Saboyá demandaron a Codensa S.A. para que se la declare civilmente responsable de los perjuicios que les ocasionó la muerte de José del Carmen Umbarila.

Solicitaron, en consecuencia, se condene a esa empresa a pagar $5’963.493 por daño emergente; $400’000.000 a título de lucro cesante; más los correspondientes perjuicios morales.




LA SENTENCIA DE PRIMERA INSTANCIA

Mediante fallo del 19 de marzo de 2013, el juez a quo negó las pretensiones de la demanda por considerar que los daños cuya indemnización se reclaman se debieron a la culpa de un tercero; específicamente, por «el simple hecho de la falta de licencia de construcción, pues como es de público conocimiento, la zona donde se encuentra levantada la construcción del señor Umbarila pertenece a los llamados barrios de invasión, en donde las edificaciones son levantadas sin respetar los más mínimos requisitos de planeación, sin que se pueda endilgar culpa alguna a la entidad demandada por tal hecho». [F. 349]

LA SENTENCIA IMPUGNADA

El 13 de noviembre de 2013, el Tribunal Superior de Bogotá. Sala Civil, revocó el fallo de primera instancia y, en su lugar, declaró a la demandada civilmente responsable por la muerte del señor José del Carmen Umbarila Garzón.

Como fundamento de su decisión, afirmó que la responsabilidad que se endilga a la empresa demandada deriva del ejercicio de una actividad peligrosa: la generación, distribución y comercialización de energía, tal como ha sido calificada desde antaño por la jurisprudencia «por su natural potencial de causar daños», teniendo dicha acción su fundamento en el artículo 2356 del Código Civil. [Folio 37]

Bajo este régimen –agregó– al demandante le corresponde probar solamente el daño y que éste está asociado al ejercicio de la actividad peligrosa, pues la culpa se presume. A su turno, el guardián de la actividad deberá demostrar, para librarse de responsabilidad, que ese daño se produjo con ocasión de una causa extraña, como por ejemplo, la fuerza mayor, un caso fortuito, o la culpa de un tercero o de la víctima. [Folio 38]

Con base en el dicho de los testigos, el Tribunal concluyó que «de no haber estado el tendido eléctrico allí, cerca del inmueble donde se encontraba el señor Umbarila, el desenlace fatal del que se duelen los demandantes no hubiera ocurrido». [Folio 40]

Con relación a la causa extraña que alegó la demandada para eximirse de responsabilidad, el juez ad quem consideró que el criterio del sentenciador de primer grado no fue acertado porque la vivienda donde ocurrió el accidente fue construida por cuenta de los demandantes. Luego, la responsabilidad derivada de la falta de licencia de construcción mal podría atribuirse al hecho de un tercero. [Folio 41]

Pero tampoco puede decirse que hubo culpa exclusiva de la víctima porque, según la norma RETIE (Reglamento Técnico para Instalaciones Eléctricas), la distancia mínima horizontal que debe haber entre la vivienda y la red eléctrica pública es de 2,3 metros, y en el presente caso la demandada instaló los cables a 1,8 metros, es decir que aun si los actores no hubieran infringido las normas de construcción al acercar el segundo y tercer piso a la red pública de energía eléctrica, de todos modos la convocada quebrantó los reglamentos administrativos que se expidieron para evitar daños a los usuarios del servicio público de electricidad.

Codensa S.A. E.S.P. formuló demanda de casación con apoyo en cuatro cargos, todos por la senda de la causal primera del artículo 368 del Código de Procedimiento Civil.

CONSIDERACIONES


1. Postulados generales de la responsabilidad civil por actividades peligrosas.

Es bien sabido que nuestra jurisprudencia explicó desde la primera mitad del siglo anterior que el artículo 2356 del Código Civil consagra una presunción de culpa,  de suerte que para la prosperidad de la pretensión indemnizatoria sólo se requiere que esté probado en el proceso el daño y el nexo causal entre éste y la conducta del agente. Se ha explicado que esta institución forma parte del régimen de responsabilidad subjetiva porque la proposición jurídica hace expresa alusión a la posibilidad de imputar el daño a la malicia o negligencia del agente como presupuesto necesario para imponerle la obligación de reparar, y porque tal enunciado normativo se ubica en el capítulo del Código que regula la responsabilidad común por los delitos y las culpas.

También se ha afirmado que tal presunción se desvirtúa con la demostración de una causa extraña a la conducta del agente, por lo que es intrascendente la prueba de la prudencia socialmente esperable.

Se ha sostenido, de igual modo, que si el juicio de atribución de responsabilidad por el ejercicio de actividades peligrosas prescinde del análisis de la culpa del demandado –puesto que éste no puede eximirse con la prueba de la diligencia y cuidado–, entonces la concurrencia de la conducta del agente con la de la víctima debe examinarse en el ámbito de la “coparticipación causal” y no como “compensación de culpas”.

Sin embargo, lo que realmente ocurre en estos casos es que ante la insuficiencia de las explicaciones causales de tipo “naturalista” para solucionar los problemas de coparticipación y de exposición al daño, los jueces terminan acudiendo a un juicio fundamentado en la relevancia de la culpa de cada uno de los sujetos intervinientes, tal como hizo el Tribunal en este caso cuando concluyó que la negligencia de la demandada al no recubrir los cables con material aislante y no cumplir la distancia reglamentaria fue el factor preponderante en la producción del daño, de suerte que si esa infracción no hubiera ocurrido, el accidente no habría tenido lugar. De ese modo el juzgador acudió a un criterio de atribución que terminó confundiéndose con un juicio de culpabilidad, pues su decisión se sustentó en el análisis concreto de la incorrección de la conducta de la empresa por violar sus deberes de prudencia.

Es evidente que el sentenciador no examinó la incidencia de la conducta de la víctima “sólo en términos causales” como lo propone la teoría antes descrita, lo cual es explicable porque si hubiera basado su análisis únicamente en el plano de la causalidad tendría que haber concluido –en éste y en todos los casos– que la injerencia de la víctima en la producción del resultado lesivo es tan relevante como la del agente, pues desde una perspectiva “naturalista” todas las condiciones que intervienen en la producción de una consecuencia son igual de necesarias, aun las que podrían considerarse como obras del azar.

De hecho, al haber sido la conducta de la demandada una abstención (por no cumplir las medidas preventivas que le imponían los reglamentos), desde una perspectiva de la causalidad lineal o determinista tendría que admitirse que no tuvo ninguna injerencia en el efecto adverso, pues las inactividades no son ni pueden ser causa de nada porque no son sucesos de la experiencia; de ahí que sólo adquieren trascendencia para el derecho cuando el ordenamiento las califica como omisiones jurídicamente relevantes.  Por ello, el enfoque de la causalidad “natural”, material, física o mecanicista resulta inútil para valorar tanto la conducta omisiva del agente como la incidencia de la víctima cuando no hace nada para evitar el riesgo que ocasiona el daño, o cuando se expone imprudentemente al peligro que no creó.

En la experiencia, un hecho nunca es producido por una sola causa,  sino por condiciones infinitas (antecedentes y coexistentes, activas y pasivas) imposibles de aislar para establecer con necesidad lógica cuál de ellas fue la eficiente o preponderante en la realización de un suceso.  Desde la perspectiva de la causalidad lineal de la física clásica o determinista, el pasado en su totalidad es causa del presente y del futuro en su totalidad, dado que el estado presente del Universo es el efecto del estado anterior y la causa del estado que seguirá (LAPLACE, 1814), sin que pueda concretarse más; luego, la noción de causalidad “pura” es demasiado vaga e inconclusa para que sea de utilidad.

Hoy en día las ideas de causa, esencia, sustancia, o “naturaleza de la cosa” no son objetos de estudio científico por ser ideas filosóficas inextricables.  En la actualidad, las ciencias (en sentido amplio) realizan observaciones desde varios niveles de significado mediante distinciones que son conscientes de su limitación contextual y de su sometimiento al imperativo de la selectividad de los sistemas, según el cual toda explicación sobre los hechos presupone una elección de los datos que el observador considera relevantes según el objeto de su investigación y las teorías que gobiernan su ámbito de estudio.

En vez de buscar “nexos de causalidad” mediante los procesos intuitivos que se usaban en el siglo XIX,  las ciencias contemporáneas analizan fenómenos en masa susceptibles de cuantificación y correlación estadística o aproximativa, o emplean métodos de formulación de hipótesis para los sucesos particulares,  toda vez que ninguna experiencia concreta puede describirse completa y directamente mediante un enunciado que sintetice todas sus propiedades, por lo que es inútil hablar del contenido causal de un enunciado fáctico (implicación material), pues lo único que puede admitirse son vínculos lingüísticos en constante replanteamiento.

Por ello, un análisis práctico del “nexo causal” entre los hechos masivos o de repetición frecuente sólo puede contemplarse como correlaciones imperfectas pero medibles en términos probabilísticos, tal como ocurre en el ámbito de las ciencias naturales y la economía, en donde en vez de buscar “causas eficientes” (¿por qué ocurrió?), más bien se indaga cómo ciertos factores pasados influyen en el presente y el futuro mediante la observación de sucesiones habituales o series estadísticas cambiantes y contingentes (¿cómo ocurrió?).

En el derecho, como no se analizan fenómenos en masa sino acontecimientos particulares, únicos e irrepetibles, la construcción de enunciados probatorios no precisa de estudios de probabilidad estadística sino de métodos de formulación de hipótesis que toman como base criterios normativos que permiten considerar los datos que se aportan al proceso como hechos con relevancia jurídica.

        Una interpretación causal sobre los datos que interesan al proceso (enunciados) significa que los hechos probados (referencia) son comprendidos con adecuación a un sentido jurídico (significado). «La ciencia del derecho –explicaba Kelsen– crea su objeto en tanto y en cuanto lo comprende como un todo significativo».  El acaecer adecuado a un sentido jurídico (causalidad adecuada) quiere decir que los hechos de la experiencia deben estar jurídicamente orientados u ordenados para que sean comprensibles para los efectos que interesan al proceso. Si falta la adecuación de sentido nos encontraremos ante una mera probabilidad estadística no susceptible de comprensión o interés para el derecho, por mucho que la regularidad del desarrollo del hecho se conozca con precisión cuantitativa.  La causalidad que interesa al derecho es, entonces, la causalidad jurídica, es decir la causalidad adecuada a un sentido jurídico, que es lo mismo que una causalidad orientada por criterios normativos o de imputación: «…la causalidad adecuada que ha sido adoptada por nuestra jurisprudencia como explicación para la atribución de un daño a la conducta de un agente, debe ser entendida en términos de ‘causa jurídica’ o imputación, y no simplemente como un nexo de causalidad natural».

        La impotencia de los jueces para identificar el nexo causal entre los acontecimientos que interesan al proceso, en suma, no se debe a falta de conocimientos jurídicos sino a que el problema de la causalidad ha sido planteado por la tradición jurídica en términos filosóficos que trascienden los límites especializados del derecho;  pasando por alto que la misma epistemología se ha mostrado incapaz de explicar la existencia de vínculos entre los hechos,  por lo que en el estado actual del conocimiento científico la relación entre los hechos y los enunciados sobre los hechos no se estudia en términos estrictamente epistemológicos, sino como un problema de frontera que involucra varios ámbitos como el uso práctico del lenguaje (giro lingüístico),  la sociología del conocimiento, las teorías de sistemas, las ciencias cognitivas y de la complejidad,  entre otros enfoques integrados, solapados o interconectados.
Es la filosofía, precisamente, la que advierte sobre sus limitaciones para explicar las correlaciones causales entre los hechos, por lo que no es posible asumir ningún enfoque epistemológico particular para resolver los problemas de causalidad jurídica. De ahí que el derecho tiene que depurarse y desprenderse del rezago metafísico que tradicionalmente ha impregnado sus institutos: «Lo que se trata de señalar con esta observación es que muchas veces el jurista está aceptando ingenua e inconscientemente conceptos cuya consciencia rechaza. No quiere hacer filosofía sino práctica, pero todo su lenguaje está impregnado de un aroma filosófico del que no puede huir: causa, motivo, culpa, consentimiento, son términos que si no son previamente conceptualizados desbordan el marco de la mera juridicidad para inhalar el de ciencias afines: desde la sicología a la filosofía».

        Debido a la imposibilidad de adoptar un enfoque filosófico particular que explique las relaciones causales en la fase de elaboración de los enunciados probatorios, se torna necesario acudir a criterios jurídicos (que no excluyan los aportes de las demás ciencias contemporáneas) para la definición de los conceptos fundamentales del instituto de la responsabilidad civil; para lo cual la teoría de la imputación resulta de gran utilidad.

        Con ello no quiere cuestionarse la injerencia de las causas naturales en la producción de los resultados lesivos, pues eso sería tanto como negar la realidad. Lo que pretende dejarse en evidencia es que todo análisis causal en el derecho está prefigurado por un contexto de adecuación jurídica.  Sólo de esa manera es posible endilgar un daño a una persona, por lo que la imputación de las desviaciones (por acciones u omisiones) a los agentes que las condicionaron queda definitivamente como una hipótesis que tiene que realizar el juez con base en las pruebas que obran en el proceso, para lo cual los razonamientos de los abogados de las partes como actividad sustentadora de sus alegaciones sobre los hechos ostentan indiscutible predominio.

        La imputación civil –se reitera– no excluye el concepto de causalidad (cualquiera que sea su significado filosófico o científico); simplemente acepta la evidencia de que las relaciones causales no se dan en todos los casos (como en la responsabilidad por omisiones o por el hecho ajeno); y siempre es insuficiente, dado que las condiciones relevantes para el derecho no pueden seleccionarse sin criterios de adecuación de sentido jurídico.  Únicamente a partir de este contexto de sentido jurídico pueden elaborarse enunciados probatorios de tipo causal, los cuales, por necesidad lógica, tienen que ser razonamientos hipotéticos o abductivos (sea por acciones o por omisiones).

«Las explicaciones de razón expresan una correspondencia no necesariamente causal entre dos hechos, de suerte que la presencia de uno de ellos lleva al juez a inferir la existencia de otro según un marco de sentido jurídico que otorga validez a dicha correlación que puede ser con o sin causalidad (esto último ocurre en materia de omisiones, por ejemplo). De manera que una persona puede originar un hecho desencadenante de un daño y, sin embargo, el nexo causal por sí solo resulta irrelevante para endilgarle ese hecho como suyo; como bien puede ocurrir que la autoría del hecho lesivo deba ser asumida por quien no tuvo ninguna intervención o injerencia física en el flujo de eventos que ocasionaron el daño. La atribución de un resultado lesivo a un sujeto, en suma, no depende en todos los casos de la producción física del perjuicio, porque el hecho de que una persona ocasione directamente un daño a otra no siempre es necesario y nunca es suficiente para cargárselo a su cuenta como suyo. Aunque la relación causal aporta algo a la fórmula de imputación en la medida en que constituye una conexión frecuente o probable entre la conducta del agente y el daño sufrido por la víctima, no explica satisfactoriamente por qué aquél puede ser reputado artífice».

No todas las circunstancias que pueden ser tomadas en cuenta como causas físicas son relevantes para el derecho, pero la selección de las condiciones relevantes para atribuir responsabilidad es siempre un problema de sentido jurídico: entre más inferencias se consideren como causas jurídicamente relevantes habrá más posibilidades de elaborar juicios rigurosos de atribución o de exoneración de responsabilidad; mientras que si la “muestra causal” es pequeña habrá grandes probabilidades de que el juicio de imputación quede a merced de la intuición o la suerte. Las valoraciones causales, en suma, no recaen sobre “lo dado” por la experiencia sino más bien en lo que de ella logra seleccionarse con dificultad.

El corpus finito de selecciones causales que se extraen de un número indefinido e infinito de fenómenos no tiene relación directa con la abundancia de pruebas que se aduzcan al proceso, porque la masa de la producción probatoria no es anuncio de su suficiencia, puede serlo de lo contrario: muchas pruebas pueden indicar pocas causas con relevancia jurídica, mientras que pocas pruebas pueden señalar muchos factores jurídicamente importantes. Un enunciado causal tiene importancia por su coherencia, adecuación a la realidad, superación de sesgos cognitivos, ausencia de hipótesis infirmantes y por su significado en el contexto jurídico, no por el número de datos que logre acumular la evidencia probatoria (un solo enunciado fáctico con relevancia jurídica tiene más peso que mil confirmaciones de causas insignificantes para el derecho).

Hay que memorar que ni siquiera en el ámbito de las ciencias naturales es posible prescindir de una teoría (norma científica) que explique las correlaciones causales como hechos de la naturaleza no sujetos a juicios de atribución.  «La principal fuente del descubrimiento de nuevos hechos no son los hechos por sí mismos sino su elaboración teórica y la comparación de las consecuencias de las teorías con los datos observacionales. (…) Los datos aislados y crudos son inútiles y no son dignos de confianza; es preciso elaborarlos, organizarlos y confrontarlos con las conclusiones teóricas».

De la misma manera que las ciencias naturales se valen de teorías como criterios normativos para la comprensión de sus objetos de conocimiento, el derecho emplea juicios de atribución para apreciar los hechos con relevancia jurídica, pues para endilgar un daño a un agente y para valorar una conducta como correcta o incorrecta según su adecuación a la prudencia, hay que partir de las reglas de adjudicación y de comportamiento que establece el ordenamiento jurídico. El hombre sabe o tiene que saber cuál es la solución correcta en cada caso con relevancia jurídica en virtud de su entendimiento y posibilidades de elección entre las alternativas que ofrece el ordenamiento jurídico, independientemente de que como ser de la naturaleza las consecuencias de sus actos están sometidas a leyes físicas.

El enfoque causal de la responsabilidad civil tuvo su origen en la ideología del positivismo naturalista de la segunda mitad del siglo XIX, pero aparte de ese breve período siempre ha sido una noción ajena al derecho, pues éste se ha cimentado –desde los comienzos de la civilización y aún en la psique mítico-religiosa del hombre primitivo–  en juicios de imputación: «Es evidente que la ciencia jurídica no aspira a dar una explicación causal de los hechos y que en las proposiciones que la ciencia jurídica utiliza para describir su objeto se aplica el principio de imputación y no el de causalidad».

        Las controversias que se suscitan en el derecho –como las de coparticipación o exposición al daño en razón del despliegue de actividades peligrosas– no pueden solucionarse en el ámbito exclusivo de la causalidad “natural” o de cualquier concepto que con otro nombre caiga bajo el espectro de la causalidad que acuñó la tradición filosófica, pues ello desconocería el estado actual de la discusión sobre el problema de la verdad que prescinde de connotaciones ontológicas para centrarse en una definición pragmática;  con el agravante de que la causalidad “material” es un recurso conceptual no susceptible de demostración por pruebas directas (que son las únicas que las partes pueden incorporar a un proceso civil), por lo que la exigencia de su aportación implicaría obligar al demandante a que aduzca la prueba de un “nexo causal” que ni el más avezado epistemólogo estaría en condiciones de suministrar, pues todas las interpretaciones causales terminan relacionando la conducta del demandado con el daño sufrido por el demandante mediante criterios de adecuación normativa y no de implicaciones materiales.

        Basta constatar que el nexo causal no es un objeto perceptible por los órganos de los sentidos para admitir de manera concluyente que no es un elemento susceptible de demostración por pruebas directas sino por inferencias lógicas que el juez realiza a partir de un marco de sentido jurídico que le permite comprender la evidencia probatoria para hacer juicios de atribución. La falta de reconocimiento de tal situación conduce a dejar de elaborar los enunciados probatorios con base en un argumentum ad ignorantiam (ausencia de prueba como prueba de ausencia), pasando por alto que ‘la causalidad’ que interesa al derecho no es un objeto que pueda hallarse en la naturaleza sino una hipótesis que el juez debe construir.
De ahí que cuando el comportamiento que el agente despliega en ejercicio de una actividad peligrosa concurre con la conducta de la víctima en la generación del perjuicio, o con la exposición de ésta al daño que no produjo, no es posible resolver el problema de la atribución de responsabilidad en el ámbito de la causalidad lineal determinista (por imposibilidad lógica, jurídica y real),  pero tampoco es acertado solucionarlo en el campo de la culpabilidad (por ir en contra de la presunción contenida en el artículo 2356), por lo que hay que acudir a un criterio diferenciador basado en la imputación.

Lo anterior deja al descubierto que la imputación civil no es una postura caprichosa, ni obedece al deseo de introducir novedades jurisprudenciales innecesarias;  sino que es un requerimiento ineludible del instituto de la responsabilidad civil para señalar pautas claras que permitan seleccionar las condiciones que se estiman jurídicamente relevantes para atribuir responsabilidad tanto por acciones como por omisiones, así como para valorar la incidencia de la conducta de las víctimas a partir de sus posibilidades de creación de riesgos o de su exposición al peligro que no crearon.

2. El concepto jurídico de actividad peligrosa.

2.1. Es pacífica la posición doctrinal que asume que el artículo 2356 obliga a quien realiza una actividad peligrosa a indemnizar el daño que ocasiona a terceros en razón del despliegue de esa conducta. A tal respecto, esta Corte ha declarado en varias sentencias que cuando el daño proviene de ‘actividades caracterizadas por su peligrosidad’, de que es ejemplo el uso y manejo de un automóvil, el disparo de una arma de fuego o el empleo de una locomotora de vapor o de un motor, el hecho dañoso lleva en sí una presunción de culpa que releva a la víctima de la necesidad de tener que probar la del autor del daño.

El concepto de peligrosidad de la actividad, empero, no ha sido definido bajo un criterio jurídico general sino que suele explicarse mediante ejemplos tales como la velocidad alcanzada, la naturaleza explosiva o inflamable de la cosa utilizada, la energía desplegada o conducida, entre otras situaciones cuya caracterización ha sido delimitada por la jurisprudencia.
       
Al respecto, Henri Mazeaud advirtió sobre «la falta de un criterio para saber cuándo una actividad o cosa es peligrosa y cuándo no, porque viéndolo bien, de toda cosa o actividad, por inocente que sea, podría predicarse cierta peligrosidad»;  sin que este problema pueda obviarse afirmando que «si una actividad es o no peligrosa, es cuestión de hecho que sólo el juez puede resolver en cada caso concreto» (Pérez Vives), porque lo que está en juego es nada más y nada menos que la solución de la controversia a la luz de la responsabilidad que exige la prueba de la culpa (artículo 2341); o de la que no exige la demostración de ese elemento por presumirlo (artículo 2356), que en términos de verdad pragmática es lo mismo que tenerlo por probado.

Es cierto que tal distinción es una cuestión de hecho que debe definir el sentenciador para adecuar la causa petendi al enunciado normativo que corresponde, pues finalmente todos los institutos jurídicos se refieren a cuestiones de hecho, de otro modo no tendrían sentido. Sin embargo, la trascendencia del problema radica en que tal labor de adecuación no puede estar desprovista de un criterio normativo general que demarque los límites de ambas instituciones jurídicas antes de que el conflicto sea presentado al juez para su solución.

Es un lugar común explicar el concepto de actividad peligrosa a partir de las diferencias entre la técnica y la naturaleza. Se consideran peligrosas las actividades producidas con fuerzas mecánicas superiores a las del hombre; se tienen como no peligrosas las actividades producidas por la fuerza natural del hombre. Tal distinción, aunque no es del todo inútil, no tiene en cuenta criterios jurídicos.

        Lo que caracteriza a las actividades peligrosas, desde un punto de vista jurídico, es que la norma que regula este instituto no exige la previsibilidad de las consecuencias. De ese modo el ordenamiento introduce claves operacionales (o criterios de adecuación de sentido): la ausencia de control y previsión de los resultados, sin los cuales no habrá manera de saber si los hechos de la experiencia son o no peligrosos para el derecho.

        Es cierto que cualquier actividad, por común y corriente que sea, puede ser peligrosa. No obstante, la categorización que interesa al derecho no es la que haría cualquier persona en su particular experiencia (observación de primer nivel), sino la que tiene que realizar el juez con base en las claves operacionales  que establece el sistema jurídico según el daño ocasionado sea o no controlable y previsible (observación de segundo nivel o de atribución).

También es verdad que cualquier acción puede salirse de su curso y producir desvíos no previstos; mas ello no es lo que generalmente ocurre con los inventos humanos, pues éstos se van reformando y mejorando con el curso del tiempo, de suerte que la misma exigencia de tecnicidad termina por trivializar los riesgos a medida que la técnica se perfecciona y produce mayor confianza en los usuarios.

        Al no depender el concepto de peligrosidad únicamente del empleo de fuerzas mecánicas como motores o máquinas, la jurisprudencia de esta Corte ha podido considerar dentro de esa categoría actividades como la generación, transformación y conducción de energía eléctrica de corriente alterna, que no es una fuerza mecánica sino electromagnética. De igual modo, en un futuro podrían considerarse como peligrosas aquellas actividades que no utilizan fuentes de energía convencionales, sino que emplean fuerzas que no siempre son sensorialmente perceptibles o no provocan una gran impresión psicológica, como por ejemplo la energía nuclear; la energía térmica; la combustión bioquímica; la radiación electromagnética; la combinación química de nuevos materiales; la biogenética; etc., respecto de las cuales el derecho tendrá que pronunciarse en su debido momento con el fin de establecer si pertenecen a la esfera de lo que produce daños técnicamente controlables o a la de los imprevisibles.

2.2. Se ha dicho líneas arriba que una actividad peligrosa es la que puede producir daños incontrolables e imprevisibles, tal como lo advierte la sociología en las situaciones impredecibles, incalculables y catastróficas de la sociedad del riesgo contemporánea.  De ahí que la obligación de indemnizar en este tipo de responsabilidad no puede depender del control o la previsión de las consecuencias, pues ello supondría imponer un criterio de imputación basado en la previsión de lo imprevisible.
Mas, como esta especie de responsabilidad no se atribuye únicamente por haber producido un daño (como en la responsabilidad objetiva), ni por la posibilidad de prever el resultado (como en la responsabilidad por culpa), el criterio de atribución no puede ser otro que el de la posibilidad de evitar el riesgo de realización del perjuicio, como se precisará más adelante.

La moderna responsabilidad por culpabilidad se erigió sobre el postulado de que los daños que la primera modernización (simple, lineal e industrial) trajo consigo podían predecirse y prevenirse de una manera satisfactoria, por lo que podían atribuirse a sus causantes directos. En la sociedad del riesgo, en cambio, ha surgido la conciencia de que muchos daños de la era postindustrial son incontrolables e impredecibles;  lo que no significa que deban permanecer en el anonimato o no sean merecedores de reproche civil.

A partir de los riesgos del sistema de producción industrial y sus daños actuales o potenciales se da una pluralidad casi infinita de interpretaciones causales que no pueden ser confirmadas. Se abre así un espectro de causas y responsables que se producen de manera supraindividual e indiferenciada. Empresas, industrias, grupos económicos, científicos y profesionales quedan en la línea de sujetos susceptibles del reproche social y jurídico.

Los efectos nocivos de la sociedad del riesgo se han masificado: daños por contaminación, por el uso de nuevas fuentes de energía, por desarrollos tecnológicos, genéticos, biológicos, farmacológicos, etc., producen efectos imprevisibles e incontrolables, frente a los cuales la ciencia no está en condiciones de establecer nexos de causalidad, ni mucho menos de determinar hasta dónde se extienden los perjuicios.

«Por decirlo expresamente una vez más: todos estos efectos se presentan con independencia de cuan consistentes parezcan desde un punto de vista científico las interpretaciones causales aceptadas. Por lo general, dentro de las ciencias y de las disciplinas afectadas divergen mucho las opiniones al respecto. Así pues, el efecto social de las definiciones del riesgo no depende de su consistencia científica».

En la sociedad postindustrial del riesgo los daños no se agotan en consecuencias “ciertas” que ya han tenido lugar, sino que contienen un componente innegable de incertidumbre que se materializa en efectos colaterales o secundarios latentes y, por lo tanto, ya presentes,  cuyo resarcimiento sólo puede ser establecido por el ordenamiento civil de conformidad con su propio marco de sentido jurídico.
Las nuevas fuentes de energía, el incremento de la minería y la industrialización, la medicina científica, los medios de transporte de alta velocidad, las técnicas bio-genéticas de reproducción, la mecanización y el uso de abonos químicos en la agricultura intensiva industrial, etc., no sólo benefician a los inventores, productores y comercializadores, sino que son bienes sociales a los que nadie está dispuesto a renunciar, pues son parte de la vida diaria de toda persona y son la fuente del trabajo y de los medios de subsistencia de la población, así como de la riqueza de las naciones y del reparto de los beneficios sociales; por lo que no puede afirmarse –como se hacía en décadas pasadas con sustento en ideologías– que el progreso científico y tecnológico sólo beneficia a los “dueños de los medios de producción”, quienes por ello debían responder objetivamente por todos los daños que causaran.

        En la segunda modernidad está constituyéndose un nuevo tipo de capitalismo, un nuevo tipo de economía, un nuevo tipo de sociedad y un nuevo tipo de individualidad, distintos a los de la primera modernidad que dio origen a la responsabilidad civil extracontractual, por lo que esta área del derecho tiene que asumir el desafío jurídico de resolver los nuevos problemas de asignación de daños producidos en la sociedad del riesgo.

        En esta sociedad del riesgo, la adaptación del derecho de la responsabilidad civil extracontractual al mundo contemporáneo depende de su capacidad de identificar los riesgos, peligros y daños con relevancia jurídica; sus formas de producción; sus posibilidades de evitación y predicción; el alcance de la indemnización; y, principalmente, la selección de los criterios normativos de atribución de los daños a sus agentes, muchos de los cuales no están señalados por las normas civiles como susceptibles de un juicio de atribución objetiva, pero tampoco pueden encuadrarse en los daños controlables y previsibles de la responsabilidad por culpabilidad.

Frente a las actividades descritas por la ley de manera taxativa como generadoras de responsabilidad estricta, y a la tradicional responsabilidad común por actividades que producen consecuencias controlables y previsibles orientadas bajo el criterio de la culpa; la responsabilidad por actividades peligrosas se erige en el instituto de mayor importancia para imputar los daños incontrolables e imprevisibles producidos en la sociedad del riesgo.




3. La presunción de culpa en las actividades peligrosas.

        Al comienzo de estas consideraciones se memoró que nuestra jurisprudencia ha venido afirmando desde la primera mitad del siglo pasado, que el artículo 2356 establece una presunción de culpa que exime al demandante de la carga de asumir las consecuencias negativas que normalmente le acarrearía la ausencia de prueba de ese elemento.
        Con relación a las presunciones, el artículo 66 del Código Civil dispone:

«Se dice presumirse el hecho que se deduce de ciertos antecedentes o circunstancias conocidas. Si estos antecedentes o circunstancias que dan motivo a la presunción son determinados por la ley, la presunción se llama legal. Se permitirá probar la no existencia del hecho que legalmente se presume, aunque sean ciertos los antecedentes o circunstancias de que lo infiere la ley, a menos que la ley misma rechace expresamente esta prueba, supuestos los antecedentes o circunstancias. Si una cosa, según la expresión de la ley, se presume de derecho, se entiende que es inadmisible la prueba contraria, supuestos los antecedentes o circunstancias».

En un sentido similar, el artículo 166 del Código General del Proceso (176 C.P.C.) establece:

«Las presunciones establecidas por la ley serán procedentes siempre que los hechos en que se funden estén debidamente probados. El hecho legalmente presumido se tendrá por cierto, pero admitirá prueba en contrario cuando la ley lo autorice».

Estos enunciados normativos señalan reglas de conformación sintáctica de las presunciones legales, las cuales modifican las leyes sustanciales al tener por probados algunos de sus elementos fácticos estructurales. Las presunciones tienen la forma léxica de un condicional que vincula un antecedente y un consecuente. Es decir que poseen dos expresiones gramaticales: i) Los antecedentes o circunstancias que dan motivo a la presunción, y ii) El hecho presunto que de ellos se deduce. Una vez probados los antecedentes o hechos presumibles se tendrá por probado el consecuente o hecho presunto.

El hecho que hay que desvirtuar es el presunto o consecuente y no el presumible o antecedente («se permitirá probar la no existencia del hecho que legalmente se presume, aunque sean ciertos los antecedentes o circunstancias de que lo infiere la ley…»), pues se entiende que éste tuvo que quedar demostrado para que pudiera operar la presunción, de suerte que si el antecedente no se demuestra, simplemente no hay lugar a hablar de presunción ni hay necesidad de desvirtuarla porque ésta no logra configurarse.

        Los elementos fácticos del artículo 2356 son el daño y la posibilidad de imputarlo a malicia o negligencia de otra persona: «Por regla general todo daño que pueda imputarse a malicia o negligencia de otra persona, debe ser reparado por ésta».

        El hecho presumible es la posibilidad de imputar el daño al demandado (por haber creado el riesgo previsto en una regla de adjudicación), y una vez demostrada esta imputación habrá que dar por probada la culpa que menciona ese enunciado normativo, pues al no requerir demostración es un hecho presunto.

Ahora bien, la pregunta fundamental es si se trata de una presunción que admite prueba en contrario (iuris tantum) o si no admite prueba que la desvirtúe (iuris et de iure).

        Cuando el artículo 2356 exige como requisito estructural el ‘daño que pueda imputarse a malicia o negligencia’, está señalando que no es necesario demostrar la culpa como acto (la incorrección de la conducta por haber actuado con imprudencia), sino simplemente la posibilidad de su imputación. Luego, como la culpa no es un núcleo sintáctico del enunciado normativo, la consecuencia pragmática de tal exclusión es el rechazo de su prueba en contrario. Por consiguiente, se trata de una presunción iuris et de iure, como se deduce del artículo 66 antes citado, lo que explica que el demandado no pueda eximirse de responsabilidad con la prueba de su diligencia y cuidado.

        De lo anterior se concluye que la responsabilidad por actividades peligrosas tiene que analizarse, por expreso mandato legal, en el nivel de la categorización de la conducta del agente según haya tenido el deber jurídico de evitar la creación del riesgo que dio origen al daño (riesgo + daño); pero no en el ámbito de la mera causación del resultado lesivo como condición suficiente (sólo daño), pues no se trata de la responsabilidad objetiva que se rige por el criterio del deber absoluto de no causar daños; ni mucho menos en el nivel que exige la demostración de la culpabilidad como requisito necesario (daño + riesgo + culpa o dolo), pues no se trata de la responsabilidad bajo el criterio de la infracción de los deberes de prudencia o previsibilidad de los resultados.

4. La imputación del daño al agente en los diversos tipos de responsabilidad.

4.1. La imputación consiste en atribuir el daño a un agente a partir de un contexto de sentido jurídico, o sea en elaborar un enunciado adscriptivo de segundo orden.  No puede existir responsabilidad sin un criterio normativo que permita endilgar el daño de un bien jurídico al demandado. Luego, no requiere adjetivos calificativos de ninguna índole, por lo que es innecesario tildarla de “objetiva”, “subjetiva” o asignarle cualquier otro epíteto que en vez de añadirle alguna propiedad explicativa sólo generaría confusión frente a teorías ajenas al derecho civil que ya han reclamado para sí tales denominaciones y se erigen sobre fundamentos completamente distintos a los postulados que dan sentido al derecho privado.

De hecho, el artículo 2356 del Código Civil exige expresamente la valoración de la conducta del agente generador de una actividad peligrosa en el ámbito de la imputación, y esa exigencia fue consagrada en nuestra legislación civil un siglo antes de la proliferación de teorías provenientes de otras áreas del derecho.

Por ello no debe suponerse que el concepto de imputación –que ha sido una noción inmanente al derecho desde sus orígenes primitivos–  es una adecuación al derecho civil de recientes doctrinas provenientes del derecho penal. De ahí que en SC13925-2016 se advirtiera que la imputación civil no puede confundirse con las teorías de la imputación objetiva penal.

Entre las razones para no incurrir en tal mixtura pueden mencionarse las siguientes: a) La “imputación objetiva penal” es el juicio de desaprobación de la conducta que excede un riesgo permitido que se realiza en el resultado típico. La imputación civil, en cambio, se rige por una cláusula general que ordena indemnizar todos los daños jurídicamente relevantes que se cometan según el criterio de atribución normativa de que se trate (objetiva, actividades peligrosas o por culpabilidad). En civil las conductas no están sujetas a descripciones típicas o concretas, por lo que no es admisible confundir el principio de tipicidad propio del derecho penal con el principio de legalidad o con las normas que establecen criterios generales de atribución de responsabilidad civil. b) Los tipos penales están descritos por la ley positiva (Código Penal); mientras que las reglas de adjudicación de la imputación civil no siempre están consagradas en normas positivas, pues pueden ser criterios jurisprudenciales como la calidad de guardián de la cosa o de la actividad; o pueden estar señaladas en las reglas o usos de cada ámbito social, profesional o técnico. c) Las normas de adjudicación que señala el ordenamiento civil (arts. 2343, 2346, 2347, 2348, 2349, 2353, 2354 y demás disposiciones que califican una labor o posición de responsabilidad) no son descripciones de conductas típicas, son reglas generales de atribución de un resultado a un agente, sin importar la forma específica como ocurra el hecho dañoso. d) Un punto central de la teoría de la imputación penal es si la valoración de la intencionalidad (saber y querer) de la realización típica es o no prioritaria, según el enfoque que se adopte; lo cual es ampliamente controvertido en los delitos dolosos. En la imputación civil esa materia es completamente intrascendente, pues ningún criterio exige el dolo como requisito necesario, aunque sí es una condición suficiente en todos los casos. e) Uno de los conceptos centrales de la imputación objetiva penal es el de “riesgo permitido” como criterio de identificación de la conducta desvalorada al exceder los roles sociales o la confianza. Por el contrario, la imputación civil no opera con la norma de clausura lógica “prohibido/permitido”, porque el derecho de la responsabilidad extracontractual no prohíbe a nadie conductas de ninguna índole; únicamente obliga a pagar una indemnización cuando se producen daños. No está prohibido cometer daños a bienes jurídicos ajenos; sólo existe una obligación de indemnizarlos una vez se producen. f) Otro concepto importante en la imputación objetiva penal es el de “prohibición de regreso” como criterio para valorar un comportamiento estereotipado inocuo que favorece el hecho delictivo de otro: en términos generales, se trata de una participación imprudente impune que promueve una autoría dolosa ajena. La imputación civil no toma en consideración el concepto de “prohibición de regreso” porque existe el principio de solidaridad de la responsabilidad si el riesgo que produce el daño es creado con culpa por varias personas. g) La imputación penal es personal e intransferible: nadie responde penalmente por un comportamiento ajeno. La responsabilidad civil, en cambio, puede imputarse a quien no tuvo ninguna participación en el desencadenamiento del resultado adverso, como sucede en los casos de responsabilidad por el hecho ajeno (padres, tutores, maestros y empleadores por los daños cometidos por sus hijos, pupilos, estudiantes y trabajadores). h) La imputación objetiva penal, al pretender fundamentarse en expectativas de validez típico-normativas, acaba confundiéndose con el llamado contexto de justificación, con lo que se aleja de su intención inicial de erigirse sobre postulados funcionalistas, por eso la idea de subsunción o razonamiento deductivo sigue ocupando un papel central en ella. La imputación civil, al cimentarse en explicaciones de validez veritativo-cognitivas, se circunscribe al contexto de descubrimiento, por lo que emplea un razonamiento abductivo o hipotético. Estas son sólo algunas de las diferencias más notables que –sin pretensiones de exhaustividad– pueden detectarse entre los dos modelos de imputación, aunque seguramente deben existir más.

Los criterios de imputación son normativo-funcionales (no deductivos), pues se infieren del ordenamiento jurídico que exige tener en cuenta reglas de adjudicación y reglas específicas de conducta o de prudencia.  Imputar un resultado a un agente es juzgar un comportamiento gobernado por reglas.

Cuando el juez civil hace este tipo de caracterizaciones jurídicas no sólo está describiendo (explanandum) la conducta del autor del daño en la sociedad, la naturaleza o “la realidad”, o por el interés que pudiera tener para otras áreas del derecho,  sino que le está adscribiendo aspectos de su dominio (del juez) de habilidades jurídicas gobernadas por reglas (explanans). Las reglas de imputación de responsabilidad civil están dirigidas al juzgador para valorar el hecho del agente ex post facto a fin de atribuirle una situación jurídica, con independencia de que muchas de ellas cumplan además una función prospectiva para regular la conducta concreta de las personas en su desenvolvimiento social.

El conocimiento de cómo hacer la imputación incluye el dominio de un sistema de reglas que hace que la atribución de responsabilidad sea regular, sistemática y perfectible (aunque no perfecta o infalible). Mas, lo que debe quedar claro es que los errores en la labor que corresponde al juez de hacer caracterizaciones jurídicas (imputaciones) podrán deberse a no considerar suficientes ejemplos del corpus normativo que señala reglas de adjudicación o patrones de conducta, o a errores inferenciales a partir de los hechos indicadores probados en el proceso; pero jamás a una falta de apreciación directa de datos empíricos que demuestren la causalidad o la inadecuación de la conducta al deber, pues tales datos reveladores no existen. El estudio del significado de la imputación como elemento de la responsabilidad y el estudio del acto de imputar que hace el juez no son estudios diferentes, sino el mismo asunto.

Las reglas de adjudicación y los patrones de conducta permiten diferenciar una conducta conforme a derecho de una “desaprobada”. Sin embargo, el problema no reside en determinar cómo deben comportarse las personas en situaciones futuras, pues no se cometen infracciones por tomar riesgos, sino en establecer cuándo una consecuencia lesiva es producto de una conducta que sólo se desaprueba en retrospectiva: «Cualesquiera sean los riesgos que convierten a un agente en negligente, esos deben ser también los únicos riesgos por los cuales ese agente debería pagar, si ellos se materializan en un daño real».  Las acciones no son incorrectas en sí mismas (ilícitas) sino que se tornan antijurídicas sólo cuando generan riesgos que se concretan en daños a bienes jurídicos de otras personas.

Ello conduce a una conclusión necesaria: el riesgo de la responsabilidad civil siempre es un riesgo permitido, es decir que no existen riesgos no permitidos o conductas prohibidas por esta área del derecho; pues las personas pueden tomar o realizar todos los riesgos que a bien tengan mientras no produzcan daños con relevancia jurídica. Los deberes de conducta del derecho de la responsabilidad extracontractual jamás son prospectivos, pues este subsistema no impone a nadie limitaciones de ningún tipo mientras la actividad está teniendo lugar (como sí lo hacen las reglamentaciones preventivas o sancionatorias dentro de sus respectivos subsistemas); de ahí que no se exija la intencionalidad del sujeto como condición necesaria de la imputación. El juicio de desvalor no radica en la antijuridicidad de la conducta per se, sino en que suceda o no un daño a partir de la creación del riesgo (per accidens). Es decir que la conducta es jurídicamente reprobable sólo cuando se analiza en retrospectiva (retroalimentación cibernética) a la luz de las posibilidades que tuvo el agente de evitar generar el daño; sólo entonces puede predicarse su inadecuación al deber: El problema de la responsabilidad extracontractual «es que se permita una acción que sea jurídica, pero que en caso de un perjuicio obligue no obstante a la indemnización».

        La distinción entre riesgo permitido y riesgo no permitido, en suma, no cumple ninguna función en el derecho de la responsabilidad civil, pues este subsistema del ordenamiento jurídico permite tomar todos los riesgos posibles;  y sólo en caso de que ocasionen daños a bienes jurídicos ajenos se valorará el comportamiento del agente, no porque el riesgo haya estado prohibido o no permitido (antijuridicidad prospectiva o lineal), sino a la luz del análisis retrospectivo (circular o feed-back) de las reglas que adjudican deberes generales de evitación de riesgos en los casos de responsabilidad por culpa presunta, y de acuerdo a las reglas de prudencia (que establecen deberes de actuar con diligencia y cuidado, o con previsibilidad de las consecuencias) en los casos en que se requiere probar la culpa.

Las reglas de adjudicación y los patrones específicos de prudencia son los criterios distintivos de la juridicidad del comportamiento del agente, para lo cual no hay ninguna necesidad de acudir al concepto difuso (y virtualmente vacío) de ‘riesgo permitido’ según el quebranto de roles sociales desde una perspectiva sancionatoria.


4.2. Dependiendo del nivel de exigencia que consagra la proposición normativa para valorar el comportamiento de las personas según las reglas de adjudicación (que señalan deberes de evitación de riesgos o establecen una posición de garante o de guardián de la cosa o actividad), o los patrones de conducta (que permiten medir la prudencia en cada situación específica), habrá lugar a responsabilidad objetiva o estricta; a responsabilidad por actividades peligrosas (o por culpa presunta); a responsabilidad por culpa o infracción de deberes objetivos de diligencia y cuidado; o a responsabilidad por dolo.

i) La menos exigente de todas es la responsabilidad objetiva, en la que sólo se atiende al hecho de haber causado un daño a un bien jurídico ajeno que el ordenamiento civil considera merecedor de indemnización. En esta especie de responsabilidad no es necesario probar que el demandado tenía un deber abstracto de evitar producir riesgos, o un deber concreto de actuar con prudencia en una situación específica; ni es posible eximirse de responsabilidad desvirtuando tales situaciones. El deber que se asigna en este tipo de responsabilidad es un deber absoluto de simple acto: no causar daños con relevancia jurídica. Es decir que el que causa un daño lo paga, sin más consideraciones o miramientos. Por supuesto que el demandado podrá eximirse de responsabilidad si prueba que no fue él quien ocasionó el daño que pretende atribuírsele sino una tercera persona, la víctima o un hecho de la naturaleza cuyas consecuencias no tenía el deber jurídico de evitar, es decir, que estaban más allá de su esfera de control o decisión (fuerza mayor).

Lo anterior conduce a una conclusión evidente: la responsabilidad objetiva, en la que sólo se atiende a la realización de los daños y no a la creación de riesgos, no es ni puede ser una responsabilidad por riesgos; simplemente es una responsabilidad por haber causado un daño, sea la conducta que lo generó riesgosa o no, es decir sin entrar a valorar si el agente tuvo o no la posibilidad de crear, controlar o prever el riesgo: basta que haya ocasionado el daño para que se le imponga la obligación de indemnizarlo. De ahí que pretender fundar la responsabilidad estricta o por mera causación en la “teoría del riesgo creado” no es más que una ostensible impropiedad conceptual.


ii) En la responsabilidad por actividades peligrosas no sólo existe un deber de no lesionar los bienes jurídicos ajenos, sino que el daño debe haber sido el resultado de la creación de un riesgo por el autor; sin que sea necesario entrar a analizar la incorrección del comportamiento en concreto por violación a los deberes de prudencia. Lo importante es establecer si el demandado tuvo la posibilidad de evitar crear el riesgo a la luz de las normas que adjudican deberes de actuación o establecen una posición de garante o de guardián de la cosa o actividad: la exigencia de previsibilidad (no de previsión) se predica del riesgo creado y no del daño ocasionado. La pregunta que hay que resolver en este caso es si el daño se produjo por la creación de un riesgo que el ordenamiento jurídico desaprueba en retrospectiva.

La diferencia entre el criterio de imputación de la responsabilidad objetiva y el de la responsabilidad por actividades peligrosas radica en la distinción entre potencia y acto. En la responsabilidad objetiva sólo se mira la producción del perjuicio, es decir el acto. En la responsabilidad por actividades peligrosas se atiende, además de la producción del daño, a la potencialidad de creación del riesgo.  Sólo entonces cobra significado la diferencia entre la responsabilidad estricta (que no toma en consideración las posibilidades de realización del riesgo según las reglas de adjudicación) y la responsabilidad por actividades peligrosas prevista en el artículo 2356 del Código Civil: «Por regla general todo daño que pueda imputarse…»

        “Que pueda imputarse” indica inequívocamente la potencialidad de realización del riesgo, es decir que el daño sea imputable; o lo que es lo mismo, que el riesgo que lo ocasiona esté dentro de las posibilidades de decisión, evitación o control del autor.

        La proposición normativa no alude únicamente al “daño causado” (responsabilidad objetiva), ni al “que ha cometido delito o culpa” (responsabilidad por culpabilidad); sino al “daño que pueda imputarse” a la malicia o negligencia de otra persona. La importancia práctica de esta distinción se patentiza al momento de analizar la incidencia de cada uno de los intervinientes en la producción del perjuicio de conformidad con las reglas de adjudicación, o con los patrones de conducta que la víctima estaba llamada a observar para evitar exponerse al daño.

        Esta diferencia diluye la confusión entre la responsabilidad objetiva y la responsabilidad por actividades peligrosas; pues la distinción no radica sólo en la circunstancia externa de que las conductas cobijadas por la primera tienen que estar taxativamente previstas como tales por el ordenamiento positivo mientras que las segundas no lo están, sino principalmente en la configuración interna de una y otra, como ya se explicó. No aceptar esta distinción significaría reconocer que entre ambas instituciones no existe ninguna diferencia, es decir que la responsabilidad por actividades peligrosas es idéntica a la responsabilidad objetiva; y, peor aún, que los jueces pueden crear a su antojo situaciones de responsabilidad objetiva no previstas por el legislador.


iii) El nivel de imputación que sigue en orden de exigencia de requisitos estructurales es el de la responsabilidad por culpabilidad, que además de la realización del daño, reclama que el agente haya tenido la posibilidad de crear el riesgo que lo produjo mediante la inobservancia del deber de su evitación (imputatio facti) más la posibilidad de adecuar su conducta a los deberes objetivos de prudencia (imputatio iuris).  En tal caso, el artículo 2341 del Código Civil permite exonerarse de responsabilidad con la prueba de una fuerza mayor, un caso fortuito, la autoría o participación de la víctima en la creación del riesgo, o la debida diligencia y cuidado del demandado.

Por último, existe otro criterio de imputación: el de la conducta intencional o voluntaria (que presupone libertad máxima o suprema conciencia para determinarse según los fines deseados), que no está en un nivel más exigente que el anterior,  pues el dolo no es un requisito necesario para la imputación de la culpabilidad, pero sí es una condición suficiente. Basta, para que se imponga la obligación de indemnizar, que se demuestren los mismos requisitos estructurales de la responsabilidad por culpa.

5. La diferenciación entre riesgo y peligro como presupuesto jurídico de la imputación.

Para poder realizar el juicio de atribución del daño al agente responsable hay que establecer si el resultado de la conducta depende de una elección libre,  es decir que hay que averiguar si los daños pudieron evitarse con una decisión. Por ello hay que establecer quién los genera y quién los padece, por lo que es necesario distinguir entre quien toma las decisiones que producen riesgos y quien no puede hacer nada frente a ellas.

«(…) lo que en un futuro pueda suceder depende de la decisión que se tome en el presente. Pues en efecto, hablamos de riesgo únicamente cuando ha de tomarse una decisión sin la cual podría ocurrir un daño. El hecho de que quien tome la decisión perciba el riesgo como consecuencia de su decisión o de que sean otros los que se lo atribuyen no es algo esencial al concepto (aunque sí se trata de una cuestión de definición). Tampoco importa en qué momento ocurre el daño, es decir, en el momento de la decisión o después. Lo importante para el concepto, tal y como aquí lo proponemos, es exclusivamente que el posible daño sea algo contingente; esto es, evitable».

Los riesgos son producto de una elección que, analizada en retrospectiva por el juez, se considera desaprobada con relación a una regla de adjudicación que establece deberes de evitación de daños.  En la medida que las consecuencias lesivas dependan de decisiones, estas últimas serán un riesgo; y la creación del riesgo permitirá hacer el respectivo juicio de imputación. «Porque, en efecto, solamente podemos hablar de una atribución a decisiones cuando es posible imaginar una elección entre alternativas y esa elección se presenta como algo razonable, independientemente de que quien tome la decisión se percate o no del riesgo y de la alternativa».

        El peligro, por el contrario, es lo que padece quien no tiene la posibilidad de tomar la decisión que genera el daño, o sea quien no tiene el poder de su evitación ni de su realización, y tan sólo puede evitar exponerse a él sin ninguna injerencia en su producción. Los peligros no son consecuencia de elecciones, porque quien los soporta no tiene la posibilidad de crearlos; tan sólo puede evitar exponerse a ellos cuando son previsibles.


«Por prevención debe entenderse aquí, en general, una preparación contra daños futuros no seguros, buscando ya sea que la probabilidad de que tengan lugar disminuya, o que las dimensiones del daño se reduzcan. La prevención se puede practicar, entonces, tanto ante el peligro como ante el riesgo. Puede también ocurrir que tomemos precauciones con relación a peligros que no pueden atribuirse a decisiones propias».

Vistos desde la perspectiva de quien los padece, los peligros son creación de otros, por eso quedan por fuera de sus posibilidades de decisión y de imputación. Los peligros, entonces, no son imputables a las víctimas porque no están dentro de la órbita de su capacidad de elección.

        Los riesgos se atribuyen a las decisiones, mientras que los peligros se atribuyen a factores externos a la conducta de quien los padece. De ese modo, «los riesgos que corre (y debe correr) una instancia de decisión se convierten en un peligro para los afectados».  Los riesgos creados por unos son el peligro que otros soportan.

        La simplicidad de esta distinción conceptual es de gran utilidad porque si los riesgos se atribuyen a las decisiones, entonces un peligro, por no ser atribuible a la decisión de quien lo soporta, no le es imputable; luego, mal podría considerarse a la víctima autora de un daño que no creó ni tuvo la posibilidad de producir.

        Por el contrario, si la víctima intervino (con o sin culpa) en la creación del riesgo que ocasionó el daño que sufrió, entonces será considerada autora, partícipe o responsable exclusiva de su realización, casos en los cuales no habrá lugar a imputarle la responsabilidad a nadie más que a ella, por ser agente productora de su autolesión o destrucción, bien sea de manera exclusiva ora con la colaboración de alguien más.  Es un axioma (o enunciado primitivo) del derecho de la responsabilidad que la autolesión o la participación de la víctima en su propia desgracia no es una conducta antijurídica y, por lo tanto, no genera la obligación de indemnizar. De conformidad con lo establecido en el artículo 2344 del Código Civil, la coparticipación en la creación de los riesgos que ocasionan daños genera responsabilidad solidaria y todo perjuicio procedente de la misma será total responsabilidad de los copartícipes, incluso si entre éstos se encuentra la víctima.

        Ahora bien, cuando la víctima no tuvo la posibilidad de crear o evitar producir el perjuicio que padeció, pues su realización estuvo por fuera de su capacidad de elección o decisión, pero sí pudo haber evitado exponerse al daño imprudentemente, el juicio de atribución se desplaza de la órbita de los riesgos creados por el agente a la órbita del propio riesgo que creó la víctima al quebrantar sus deberes de autocuidado. El juicio anterior de autoría o participación se ubicaba en la perspectiva del riesgo creado por el agente, que era visto como un peligro para la víctima; pero ahora, desde la perspectiva de los deberes de conducta de la víctima, se evalúa su propio riesgo de exponerse al daño creado por otra persona, y en este ámbito habrá de valorarse su incidencia en el desencadenamiento del resultado adverso.

        Con otras palabras: la víctima es autora o partícipe exclusiva del riesgo que ocasionó el daño cuando tuvo la posibilidad de crearlo o de evitar su producción y, por lo tanto, es totalmente responsable de su propia desgracia. Por el contrario, cuando la víctima no intervino en la creación del peligro que sufrió porque no estuvo dentro de sus posibilidades de decisión, elección, control o realización, entonces no puede considerarse autora o partícipe del daño cuyo riesgo creó otra persona; y en tal caso sólo habrá de analizarse si se expuso a él con imprudencia, es decir si creó su propio riesgo mediante la infracción de un deber de conducta distinto al del agente, pues en este caso los patrones de comportamiento que hay que analizar son los que le imponen tener el cuidado de no exponerse al daño. De otro modo no tendría ningún sentido ni utilidad la distinción estructural entre la figura de la coparticipación solidaria (artículo 2344 del Código Civil) y la reducción de la indemnización por la exposición imprudente de la víctima al daño (artículo 2357 ejusdem).

        Para decirlo una vez más: la incidencia de la víctima tiene que analizarse en dos niveles distintos de atribución, pues su conducta puede encuadrarse o en el instituto de la autoría y la participación (2341 y 2344) o en el de la exposición imprudente al daño (2357), dependiendo de si tuvo la posibilidad de evitar producir el riesgo que ocasionó el perjuicio, o si tuvo la posibilidad de evitar exponerse a él con imprudencia pero sin haberlo creado: i) en el primero se analizan las condiciones que dieron origen a la creación del riesgo, caso en el cual todos los copartícipes son responsables solidarios (incluso la víctima si fue autora o partícipe del riesgo que ocasionó el daño); ii) en el segundo se analizan las posibilidades que estaban al alcance de la víctima para evitar exponerse imprudentemente al daño que otra persona produjo. Esta distinción, como puede advertirse sin dificultad, es imposible de hacer sin criterios de imputación.

En resumen:

        i) Hay culpa exclusiva de la víctima cuando ésta creó con imprudencia (o intención) el riesgo que ocasionó el daño (artículo 2341), o participó con culpa (o dolo) en su producción (artículo 2344). Hay competencia exclusiva de la víctima cuando ésta, sin culpa o dolo, creó el riesgo que produjo el daño o participó en su creación.  En sendos casos  la conducta de la víctima exime al demandado de responsabilidad.

        ii) Hay lugar a reducción de la indemnización cuando la víctima no tuvo ninguna posibilidad de crear el riesgo que ocasionó el daño o de participar en su producción; pero sí tuvo la posibilidad de evitar la creación de su propio riesgo de exponerse imprudentemente al daño que otra persona generó (artículo 2357).
       
De lo anterior se concluye que la atribución de un resultado a un agente no consiste en adivinar intuitivamente en el plano de la causalidad lineal las condiciones sine qua non que contribuyeron al desencadenamiento de las consecuencias dañosas, porque para poder imponer al demandado la obligación de indemnizar y para valorar la incidencia de la conducta de la víctima en la producción del daño o en su exposición a él sin haberlo creado, no basta analizar una única “cadena causal” en la que todos los involucrados en el suceso intervienen de manera indiferenciada y cada uno aporta su porcentaje de causa, sino que habrán de observarse dos situaciones jurídicas distintas a partir de los deberes de adjudicación y de conducta que debían cumplir, por separado, el agente y la víctima.



        6. La concurrencia de la actividad riesgosa desplegada por el agente con la exposición al peligro por parte de la víctima.

        En líneas precedentes se expuso la distinción entre riesgo y peligro como recurso conceptual para diferenciar el ámbito de los deberes de adjudicación y de comportamiento del agente, del ámbito de los deberes de conducta de la víctima.

Se aclaró que cuando la víctima no crea el riesgo generador del perjuicio ni participa en su realización entonces el daño no puede imputársele, pues simplemente sufrió un peligro que no estuvo dentro de sus posibilidades de evitación o control. En tal caso hay que analizar la conducta del agente a la luz del ámbito de validez de la norma que le asigna el deber de evitar la producción del riesgo que ocasionó el daño.

Ahora bien, analizada la conducta de la víctima no desde la perspectiva del riesgo que creó el agente, sino desde su propio riesgo de exponerse al daño imprudentemente, es ostensible que los deberes de conducta que le señala el ordenamiento son distintos a los que iban dirigidos al demandado; de suerte que la incidencia de su obrar u omitir habrá de buscarse en el dominio de validez material de las normas que tuvo la posibilidad de infringir.

        Lo anterior conduce a una solución bastante simple:

        La empresa demandada tenía el deber de no producir daños por electrocución. Ese deber se lo impone el artículo 2356 por el hecho de estar ejercitando una actividad peligrosa, supuesto de hecho que quedó probado. Además de ello, el enunciado normativo establece que el daño debe ser imputable a su culpa, es decir que el agente debió tener la posibilidad de ceñir su conducta a las reglas que le adjudican el deber de evitación de resultados adversos (no crear riesgos por ser el guardián de la actividad peligrosa); lo cual también quedó demostrado con los distintos reglamentos administrativos que le asignan a la empresa las medidas de seguridad que debió adoptar para impedir la producción de daños por electrocución.
La existencia de estas reglamentaciones y su correspondencia con la actividad peligrosa desplegada por la empresa (por estar cobijada por su ámbito de validez material) bastan para inferir (en abstracto) que el sistema organizativo tuvo la posibilidad de adecuar su conducta a los deberes de evitación del riesgo de electrocución, sin que sea necesario entrar a analizar en concreto si su comportamiento fue prudente o imprudente, pues –se reitera– la presunción legal del 2356 impide exonerarse de responsabilidad con la prueba de la diligencia y cuidado.

Luego, es irrelevante analizar la corrección o incorrección de la conducta concreta de la empresa a la luz del cumplimiento o infracción de sus deberes de prudencia, es decir que no interesa demostrar en el proceso si acató o violó las reglamentaciones técnicas o administrativas. Por ello, son intrascendentes las pruebas que el casacionista estimó mal valoradas por el Tribunal, como el concepto técnico y los documentos que acreditarían la diligencia y cuidado de la demandada, dado que la eventual demostración de tales hechos no tiene la aptitud de desvirtuar la conclusión del sentenciador ad quem.

De ahí que el daño que sufrió la víctima le sea imputable a la empresa como suyo, por lo que está civilmente obligada a responder por los perjuicios reclamados, dado que se probaron los presupuestos fácticos del artículo 2356 del Código Civil.

Respecto de la incidencia de la conducta de la víctima, ésta no puede analizarse a la luz de los deberes dirigidos a regular el comportamiento del agente (reglamentos administrativos para evitar riesgos de electrocución en razón y con ocasión de la prestación del servicio); sino que hay que analizar si creó su propio riesgo exponiéndose imprudentemente al peligro que no produjo.

El nivel de imputación del riesgo de la víctima cuando no realiza una actividad peligrosa es mucho más riguroso que el del agente; pues el artículo 2357 exige que para que haya lugar a la reducción de la indemnización debe probarse la culpa de la víctima en la exposición al daño. En efecto, uno de los elementos estructurales de esa proposición normativa es la imprudencia del perjudicado; luego, para dar la consecuencia prevista en esa disposición no basta probar que la víctima infringió un deber abstracto de evitación del daño, sino que ha de demostrarse que violó sus deberes de prudencia.
En la hipótesis de que el lesionado se hubiera encontrado realizando otra actividad peligrosa, para hacerse merecedor de la reducción de la indemnización bastaría la prueba de que el daño se produjo por quebrantar el deber de evitar crear su propio riesgo (según el ámbito de validez material de las normas a él dirigidas en razón de la actividad que estuviera desplegando), sin adentrarse a examinar si violó sus deberes de prudencia.  Mas, en el caso que se analiza, poner un marco metálico en un tercer piso no es de ninguna manera una labor que genere consecuencias catastróficas, incontrolables e imprevisibles; por lo que jamás ha sido considerada por la jurisprudencia como una actividad peligrosa.
       
Así pues, es completamente irrelevante demostrar, como pretendió la parte demandada, que la víctima infringió las normas sobre construcción, porque el ámbito de validez material de éstas no tiene ninguna relación con el daño de electrocución que aquélla sufrió, sino que está encaminado a la regulación urbanística de las edificaciones. No hay, por tanto, ninguna correlación de imputación entre los reglamentos de construcción que debió cumplir el constructor de la vivienda, y el deber a cargo del occiso de evitar exponerse al peligro de electrocución. Habría sido distinto si, por ejemplo, el daño que padeció el accidentado hubiese sido resultado de un derrumbamiento de la vivienda, caso en el cual la consecuencia lesiva sí habría estado relacionada con el dominio de validez material de las normas técnicas sobre construcción.
       
En la situación que se examina, el difunto no hizo nada distinto a lo que cualquier persona de mediano entendimiento estaba conminada a realizar para evitar autolesionarse; pues simplemente se subió al tercer piso de su vivienda, tomando las medidas de precaución normales para instalar el marco de una ventana, sin ninguna incidencia en la creación del riesgo de electrocución, pues este último fue obra exclusiva de la empresa generadora de energía. La situación habría sido diferente si el lesionado hubiera estado manipulando los cables de conducción de energía eléctrica, caso en el cual sí estaba llamado a ajustar su conducta al deber de evitar exponerse a los daños previsibles; tal como lo adujo el Tribunal en su razonamiento.

        Al no estar relacionada la actividad que ejecutaba la víctima al momento de sufrir el accidente, con el riesgo de exposición a los daños por electrocución, no puede esperarse que previera un resultado que le era imprevisible; por lo que las declaraciones que probarían que estaba manipulando un objeto metálico son irrelevantes para demostrar su culpa. Desde luego que el occiso podía maniobrar en la terraza de su casa los objetos que quisiera, sin importar el material del que estuvieran hechos, pues desde la perspectiva de la labor que desplegaba no tenía ningún deber de prever que había quedado expuesto al peligro que creó la empresa prestadora del servicio de energía, es decir que no estaba dentro de sus posibilidades saber (ni dentro de sus deberes de conducta averiguar) si las redes eléctricas cumplían o no con las medidas de seguridad necesarias para evitar accidentes de electrocución.

Luego, no fue por descuido o negligencia que sufrió la descarga eléctrica que terminó con su vida, sino porque quedó expuesto, sin imprudencia, al riesgo de electrocución que la entidad guardiana de la actividad peligrosa creó cuando tenía el deber jurídico de evitarlo.

        Por estas precisas razones, no había lugar a la declaración de culpa exclusiva de la víctima ni a la reducción de la indemnización que solicitó la demandada, por lo que la decisión del Tribunal fue acertada y no incurrió en los errores que denunciaron los cargos que se han analizado.

Se niegan, por tanto, los cargos primero y segundo.


TERCER CARGO


Denunció la infracción directa de los artículos 1613, 1614, 2341, 2343 y 2356 del Código Civil, por haberse equivocado el Tribunal al calcular el monto del lucro cesante futuro sufrido por las demandantes Rita Saboyá y Luz Evelyn Umbarila Saboyá, pues ese rubro se tasó con la fórmula matemática del lucro cesante pasado, lo que condujo a multiplicar la base de la liquidación por un factor de 998,5224, cuando lo correcto era multiplicarla por un factor de 6,075.

«La inaplicación de la fórmula matemática correcta –explicó– llevó al Tribunal a concederle a la demandante Rita Saboyá un lucro cesante futuro de $206’020.134, cuando la liquidación por este concepto arroja la suma de $34’379.934».

El mismo error se cometió al liquidar el lucro cesante futuro de Luz Evelyn Umbarila, que según el cálculo que efectuó el Tribunal ascendió a $1’253.424, cuando la cifra correcta es $1’216.571.

El Tribunal –concluyó– ordenó la reparación del lucro cesante futuro por un valor muy superior al que realmente correspondía, desconociendo el principio de la reparación integral, pues terminó otorgándoles a las víctimas una indemnización mayor que el verdadero daño causado. [Folio 70]

Según el razonamiento del Tribunal, la póliza sólo cubrió la indemnización por perjuicios patrimoniales, pero no los extrapatrimoniales. Tampoco cubrió el lucro cesante porque por disposición del artículo 1088 del Código de Comercio, este rubro debe ser objeto de un acuerdo expreso, que en el caso que se dejó a su consideración, no se vislumbra en el clausulado.

En contra de tal argumento, la censura expresó que la sentencia violó directamente la ley sustancial porque aplicó al caso concreto una disposición general que no estaba llamada resolverlo (artículo 1088 del Código de Comercio), y dejó de aplicar la norma específica que regula la controversia, esto es el artículo 1127 del estatuto mercantil, consagrado para regir las situaciones que caen en la órbita de los seguros de responsabilidad civil.

De conformidad con esta última disposición, el seguro de responsabilidad civil ampara los perjuicios patrimoniales que cause el asegurado, menoscabo que quedó expresamente cubierto por la póliza, por lo que no había ninguna razón para excluir, con base en una norma inaplicable al caso, la indemnización por lucro cesante.

Con relación al cubrimiento de los perjuicios de estirpe extrapatrimonial, señaló que el artículo 84 de la Ley 45 de 1990 modificó el texto original del artículo 1127 del Código de Comercio, que imponía al asegurador la obligación de indemnizar los perjuicios “que sufra el asegurado”, reemplazándola por la expresión “que cause el asegurado” con motivo de la responsabilidad civil en la que incurra. No obstante, el simple cambio de una palabra no es razón para considerar que la modificación normativa alteró el significado y función de esta clase de seguros, encaminados a proteger el patrimonio del asegurado, que es el titular del interés asegurable; por lo que se debe entender que la suplantación del término “sufrir” por el de “causar”, no fue más que un lamentable descuido del legislador.

En consecuencia, se debe entender que toda erogación que realice el asegurado con ocasión de una condena de responsabilidad civil en su contra, es para él un detrimento patrimonial o daño emergente que está comprendido dentro del riesgo asegurado por la póliza de responsabilidad civil; mientras que un entendimiento contrario, como el razonamiento al que llegó el Tribunal, comportaría una desnaturalización de esta tipología de seguro, además de una evidente violación de la equidad.

Por tal motivo, se debe colegir que la póliza cubrió dentro del concepto de “perjuicios patrimoniales”, todas las erogaciones que fueron ordenadas por la sentencia de condena, sin importar la especie de daño que representó para cada una de las víctimas.


CONSIDERACIONES


1. El Título V del Decreto 410 de 1971 (Código de Comercio) regula lo concerniente al contrato de seguro como institución del derecho privado de la más digna atención y vigilancia por parte del Estado, debido a la trascendental función social y económica que cumple esa relación comercial.

De conformidad con lo estipulado por el artículo 1045 del estatuto de los comerciantes, los elementos estructurales del contrato de seguro son: 1º) el interés asegurable; 2º) el riesgo asegurable; 3º) la prima o precio del seguro; y 4º) la obligación condicional del asegurador. «En defecto de cualquiera de estos elementos, el contrato de seguro no producirá efecto alguno».

Puede afirmarse sin ninguna duda que el riesgo asegurable es el elemento más característico del contrato de seguro, teniendo en cuenta que no forma parte de ningún otro tipo de acuerdo de voluntades.

Así como el concepto de riesgo es inherente al instituto de la responsabilidad civil extracontractual, el riesgo asegurable es inmanente al contrato de seguro. De hecho, ambas instituciones son hijas de la mentalidad europea moderna, pues antes del siglo XV el tratamiento de la fatalidad aún no había sido racionalizado, y ni siquiera hay rastros escritos del uso de la palabra ‘riesgo’ o sus equivalencias etimológicas en las demás lenguas romances. «No será sino hasta el largo período de transición que va desde la Edad Media hasta los inicios de la Modernidad cuando se empezará a hablar de riesgo».

Sólo cuando surgió en la mentalidad del hombre moderno la conciencia de la probabilidad como cálculo racional,  fue posible la idea de riesgo como noción abstracta de la institución económica del seguro, tal como se la concibe en la actualidad; es decir como justificación de la ganancia empresarial por medio de la absorción del margen de incertidumbre gracias al cálculo cuantitativo de probabilidades. Los modelos cuantitativos del cálculo del riesgo asegurable toman su orientación de las expectativas de utilidad sobre el parámetro del umbral de catástrofe, que permite medir objetivamente las acciones como de alto o bajo riesgo. De ahí que el riesgo de la institución del seguro es, principalmente, una cuestión de medida o razón instrumental.

El concepto de riesgo como medida cuantitativa o cálculo de costos y beneficios con base en pronósticos matemáticos no es ni puede ser funcionalmente equiparable a la noción de riesgo de la responsabilidad extracontractual, porque ésta no está sometida al criterio económico de mejor utilización de las oportunidades. La responsabilidad civil no es una forma característica de distribuir costos para lograr la eficiencia. Es innegable que el trabajo actuarial sólo es factible cuando hay un número de casos suficiente para evaluar el grado de desviación; pero en el derecho de la responsabilidad civil las estadísticas de daños son irrelevantes, porque de lo que se trata no es de repartir los gastos de indemnizaciones entre la población asegurada, sino de establecer el vínculo jurídico que surge entre dos partes en razón de una situación única y concreta valorada previamente como antijurídica por el ordenamiento.

El concepto de riesgo de la responsabilidad civil no depende de una operación racional técnico-financiera, sino de las posibilidades de decisión de los agentes, dado que se es civilmente responsable no porque algo salga mal según los designios del azar sino porque pudo haberse actuado de modo jurídicamente correcto. Los daños deben ser evitados no porque puedan ser el resultado de las fuerzas ocultas de la naturaleza sino porque son atribuibles a decisiones que pueden prever fracasos y errores de conducta o de prudencia.

El daño de la responsabilidad civil no se determina por exceder un marco usual de costos o zona de ganancia, sino porque provoca una situación que, analizada en retrospectiva, se valora como el resultado de una decisión contraria a los deberes jurídicos de adjudicación y de prudencia: una decisión jurídicamente reprobable puede ser correcta y deseable en términos económicos, o viceversa.

Por estas razones, no es dable confundir el riesgo de la responsabilidad civil con el riesgo entendido como cálculo cuantitativo, propio de la institución del seguro; pues ambos sistemas tienen criterios de adecuación de sentido distintos que cambian el significado de los hechos que para uno u otro tienen relevancia jurídica, aun cuando compartan la misma referencia semántica.

A pesar de que ambas instituciones se erigieron sobre el concepto de riesgo, el significado de éste no es el mismo en uno y otro caso, porque pertenecen a niveles de sentido distintos con diferentes claves operacionales: la clave binaria de la responsabilidad civil es la de riesgo-peligro, para diferenciar el ámbito de la imputación del agente del ámbito de lo que no puede imputársele a una persona, dado que la atribución de un resultado depende de la posibilidad de tomar una decisión o elección racional que produce daños o evita crearlos. La clave operacional del derecho de seguros es, en cambio, la de riesgo-incertidumbre,  toda vez que el riesgo asegurable no depende de las decisiones o posibilidades de elección del tomador, asegurado o beneficiario. El riesgo asegurable no es el acontecimiento incierto sino las consecuencias lesivas previstas en el contrato que el acontecimiento incierto pudiera acarrear.

De ese modo es posible definir el riesgo asegurable como la probabilidad de que se produzca un evento dañoso previsto en el contrato y que da lugar a que el asegurador indemnice el perjuicio sufrido por el asegurado o cumpla con la prestación convenida.

El riesgo asegurable es una probabilidad matemática o estadística, mientras que el riesgo de la responsabilidad civil es una posibilidad de elección entre alternativas. Este último depende por completo de la capacidad de decisión del sujeto; en tanto que aquél es ajeno a la voluntad del tomador, del asegurado o del beneficiario (artículo 1054 del Código de Comercio).

Ahora bien, como los dos sistemas obedecen a criterios de adecuación de sentido distintos, se trata de dos niveles de observación que no pueden confundirse, de suerte que los hechos con relevancia jurídica valorados en uno de esos órdenes no tienen el mismo significado jurídico dentro del otro nivel. Confundir el significado de los conceptos de los dos niveles de indicación quiere decir que no se está teniendo en cuenta la distinción; lo que derivaría en un argumento inconsistente.

En concreto, hay que admitir que tanto la responsabilidad civil extracontractual como los seguros de daños tienen como finalidad indemnizar los perjuicios derivados del acaecimiento de un hecho incierto. El concepto de indemnización tiene en ambos casos la misma referencia semántica, es decir reparar, restaurar, resarcir o crear una situación material (generalmente de carácter pecuniario) equivalente a la que existiría si el daño no se hubiera producido.

A pesar de que la referencia semántica es igual, pues en uno u otro caso la indemnización se refiere al mismo hecho de la experiencia (resarcir el daño ocasionado o mantener indemne o exento de daño); su sentido no es el mismo en ambos niveles de significado (homonimia construccional), pues en la responsabilidad civil extracontractual la indemnización se rige por el principio de reparación integral (artículo 16 de la Ley 446 de 1998), de manera que el juez tiene la obligación de ordenar la indemnización plena y ecuánime de los perjuicios que sufre la víctima y les son jurídicamente atribuibles al demandado, con el fin de que éste retorne a una posición lo más parecida posible a aquélla en la que habría estado de no ser por la ocurrencia del hecho dañoso. Los seguros de daños, por su parte, a pesar de estar reconocidos como de mera indemnización, no se rigen por el postulado de la reparación integral sino por el principio de la autonomía privada, porque la obligación del asegurador no implica hacerse cargo de todas las consecuencias lesivas que el siniestro haya provocado, sino únicamente de aquéllas que estén previstas en el contrato de seguro o la ley, hasta concurrencia de la suma asegurada (artículo 1079 del Código de Comercio), y se hayan causado dentro del plazo convenido.

        El límite de la indemnización en la responsabilidad civil son los daños sufridos por la víctima que logren probarse en el proceso; mientras que en el seguro de daños es el que resulta de las condiciones del contrato de seguro, los alcances de la cobertura otorgada y el valor real del interés asegurado en el momento del siniestro, o del monto efectivo del perjuicio patrimonial sufrido por el asegurado o el beneficiario (artículo 1089 del Código de Comercio).

Como puede advertirse sin dificultad, ambos institutos comparten el mismo concepto de indemnización o indemnidad; pero el sentido de éste no es el mismo en los dos niveles de observación.

Lo mismo acontece con los conceptos de daño emergente y lucro cesante, referidos a la pérdida que sufre el acreedor y a la falta de ganancia –respectivamente–, como consecuencia del retardo o el incumplimiento del contrato, o bien del daño ocasionado a la víctima en las obligaciones de origen extracontractual. Aun cuando ambas nociones se refieren a una idéntica situación en la realidad, no cumplen la misma función para el instituto de la responsabilidad civil y para los seguros de daños, por lo que su sentido no es igual en las dos estructuras nivelares.

En efecto, en lo que respecta a la reparación de los perjuicios patrimoniales en la responsabilidad extracontractual, el daño emergente es la mengua que la víctima sufre en su fortuna como consecuencia del hecho dañoso, mientras que el lucro cesante es la frustración de los beneficios legítimos que habría percibido si hubiera permanecido indemne. Por su parte, en los seguros de daños, incluidos los de responsabilidad civil contractual o extracontractual (artículo 1127 del Código de Comercio), el daño emergente es la erogación pecuniaria que tiene que solventar el asegurado –y en la cual se subroga el asegurador– para indemnizar todos los daños que haya causado a la víctima, independientemente de la tipología que les corresponda dentro del sistema de la responsabilidad civil; mientras que el lucro cesante es el beneficio legítimo que el asegurado deja de recibir cuando paga a la víctima la prestación que está a cargo del asegurador, lo cual podría ocurrir, por ejemplo, en los seguros de reembolso; con la limitación de que en estos casos el lucro cesante deberá ser objeto de acuerdo expreso, tal como lo prevé el artículo 1088 del Código de Comercio.

De otro modo no tendría ningún sentido la indicación que hace la citada disposición cuando advierte que ella surte efectos “respecto del asegurado”:
«Respecto del asegurado, los seguros de daños serán contratos de mera indemnización y jamás podrán constituir para él fuente de enriquecimiento. La indemnización podrá comprender a la vez el daño emergente y el lucro cesante, pero éste deberá ser objeto de un acuerdo expreso».

“Respecto del asegurado” quiere decir, en el contexto del enunciado normativo, dos cosas:
i) que la indemnización tiene que valorarse con relación al asegurado, o sea que el objeto de este seguro es mantener su patrimonio indemne o protegido del menoscabo que llegare a sufrir como consecuencia de los daños ocasionados a la víctima o beneficiario. De ahí que esta Sala haya precisado que por medio de esta clase de seguro el amparado tiene «la posibilidad de obtener la reparación del detrimento que sufra en su patrimonio a causa del acaecimiento del siniestro».  De manera que la indemnización al asegurado no puede analizarse desde la perspectiva de los rubros que ha de recibir la víctima de la responsabilidad civil, sino desde el punto de vista de la indemnidad a la que el asegurado tiene derecho en virtud del contrato de seguro.

        ii) que esta especie de seguros no puede ser causa de enriquecimiento para el asegurado; pero sí puede serlo –y de hecho lo es– para el asegurador, pues ellos constituyen el objeto de su negocio o fuente de ganancia.

De lo anterior se concluye que las distintas tipologías de perjuicios en la responsabilidad civil extracontractual no tienen el mismo significado en el contexto del seguro de daños, pues lo que para aquélla son dos conceptos distintos (daño emergente y lucro cesante), en éste corresponde a un mismo rubro (daño emergente). En estricto sentido, una vez el demandado es declarado responsable, la condena a resarcir los perjuicios le representa un daño emergente, en tanto comporta una erogación que se ve conminado a efectuar y no una ganancia o lucro que está legítimamente llamado a percibir.

        2. Ahora bien, es cierto que el artículo 1127 del Código de Comercio definía en su redacción original el seguro de responsabilidad como aquél que «impone a cargo del asegurador la obligación de indemnizar los perjuicios patrimoniales que sufra el asegurado con motivo de determinada responsabilidad en que incurra de acuerdo con la ley». [Se resalta]

        También es verdad que esa disposición fue modificada por el artículo 84 de la Ley 45 de 1990 (texto que corresponde al vigente), en el siguiente sentido: «El seguro de responsabilidad impone a cargo del asegurador la obligación de indemnizar los perjuicios patrimoniales que cause el asegurado con motivo de determinada responsabilidad en que incurra de acuerdo con la ley y tiene como propósito el resarcimiento de la víctima, la cual en tal virtud, se constituye en el beneficiario de la indemnización, sin perjuicio de las prestaciones que se le reconozcan al asegurado».

De la comparación entre la redacción original de la norma y la introducida por la Ley 45 de 1990 se concluye que la razón de la reforma legal fue adicionarle al propósito de este contrato el resarcimiento de la víctima, quien pasó a ser beneficiaria de la indemnización y titular de un mecanismo directo para obtener el pago del seguro, dado que en su acepción primigenia el seguro de responsabilidad civil no era «un seguro a favor de terceros», por lo que en tal virtud el damnificado carecía «de acción directa contra el asegurador» (artículo 1133 anterior).

Bajo su concepción original, el único fin de ese convenio era indemnizar al asegurado por los eventuales costos que tuviera que pagar a terceros en razón de los perjuicios que les ocasionaran sus acciones u omisiones antijurídicas. Pero con la entrada en vigencia de la Ley 45 de 1990 esa situación cambió al ser el resarcimiento de la víctima el propósito principal de ese contrato. De ese modo, según el artículo 1133 vigente, los damnificados pasaron a tener acción directa contra el asegurador, sin que ello signifique que la función de mantener indemne al asegurado haya desaparecido.

Quiso la ley procurar la tutela eficaz de los derechos del damnificado, pero nada más; de ahí que no hay motivo para afirmar que desapareció la razón de ser de este tipo de aseguramiento, cual es la de servir como protección de la indemnidad patrimonial del asegurado, quien precisamente acude a dicha modalidad para precaverse de las erogaciones pecuniarias que deba hacer como consecuencia de la responsabilidad civil en la que incurra.

En esa línea de pensamiento, la jurisprudencia de esta Sala se ha pronunciado de manera consistente, señalando que la modificación legal no alteró el objeto ni la finalidad propia del seguro de responsabilidad. Al respecto, sostuvo:

«Con la reforma introducida por la ley 45 de 1990, cuya ratio legis, como ab-initio se expuso, reside primordialmente en la defensa del interés de los damnificados con el hecho dañoso del asegurado, a la función primitivamente asignada al seguro de responsabilidad civil se aunó, delantera y directamente, la de resarcir a la víctima del hecho dañoso, objetivo por razón del cual se le instituyó como beneficiaria de la indemnización y en tal calidad, como titular del derecho que surge por la realización del riesgo asegurado,  o sea que se radicó en el damnificado el crédito de indemnización que pesa sobre el asegurador, confiriéndole el derecho de reclamarle directamente la indemnización del daño sufrido como consecuencia de la culpa del asegurado, por ser el acreedor de la susodicha prestación, e imponiendo correlativamente al asegurador la obligación de abonársela, al concretarse el riesgo previsto en el contrato…

(…) El propósito que la nueva reglamentación le introdujo, desde luego, no es, per se, sucedáneo del anterior, sino complementario, "lato sensu", porque el seguro referenciado, además de procurar la reparación del daño padecido por la víctima, concediéndole los beneficios derivados del contrato, igualmente protege, así sea refleja o indirectamente, la indemnidad patrimonial del asegurado responsable, en cuanto el asegurador asume el compromiso de indemnizar los daños provocados por éste, al incurrir en responsabilidad, dejando ilesa su integridad patrimonial, cuya preservación, en estrictez, es la que anima al eventual responsable a contratar voluntariamente un seguro de esta modalidad». 


Al mismo tiempo que el seguro de responsabilidad civil resguarda el pago de la indemnización a que tiene derecho el beneficiario, también protege la integridad del patrimonio del asegurado.

De modo que una interpretación de la regulación del seguro de responsabilidad civil que desconozca, suprima o aminore su función originaria en cuanto a la protección patrimonial del asegurado, desnaturalizaría el contenido esencial de dicho convenio y particularmente la función con la que fue concebido por la ley, en demérito de la confianza que el asegurado deposita en esa modalidad de aseguramiento.

Luego, como el propósito del legislador no fue otro que otorgarle a los damnificados acción directa contra el asegurador, es lógico que desde la perspectiva de las víctimas los daños que éstas sufren son causados por el asegurado. Por consiguiente, para conservar la coherencia de la redacción del artículo 1127 del Código de Comercio, fue necesario cambiar la expresión que indicaba que el seguro de responsabilidad «impone a cargo del asegurador la obligación de indemnizar los perjuicios patrimoniales que sufra el asegurado», por la actual que establece que dicho contrato «impone a cargo del asegurador la obligación de indemnizar los perjuicios patrimoniales que cause el asegurado» con ocasión de esa responsabilidad.

Es ostensible que desde la perspectiva de los damnificados en el nivel de la responsabilidad civil, ellos son quienes sufren los daños y no quienes los causan. Mas, desde la óptica del contrato de seguro, los daños que causa el asegurado son los mismos que éste sufre en su patrimonio cuando queda obligado a pagar la indemnización.

De lo anterior se concluye que no es admisible interpretar el artículo 1127 del Código de Comercio como si prescribiera que el asegurador únicamente está obligado a indemnizar los perjuicios patrimoniales que sufre la víctima como resultado de una condena de responsabilidad civil, sino que hay que seguir interpretándolo en su acepción original, esto es desde el nivel de sentido del contrato de seguro, según el cual el asegurador está obligado a mantener al asegurado indemne de los daños de cualquier tipo que causa al beneficiario del seguro, que son los mismos que el asegurado sufre en su patrimonio, tal como se explicó líneas arriba y fue reconocido por esta Corte en fallo reciente, en el que indicó:

«El perjuicio que experimenta el responsable es siempre de carácter patrimonial, porque para él la condena económica a favor del damnificado se traduce en la obligación de pagar las cantidades que el juzgador haya dispuesto, y eso significa que su patrimonio necesariamente se verá afectado por el cumplimiento de esa obligación, la cual traslada a la compañía aseguradora cuando previamente ha adquirido una póliza de responsabilidad civil.

En consecuencia, los daños a reparar (patrimoniales y extrapatrimoniales) constituyen un detrimento netamente patrimonial en la modalidad de daño emergente para la persona a la que les son jurídicamente atribuibles, esto es, para quien fue condenado a su pago».

3. El Tribunal, por lo tanto, cometió un error al negar la condena en contra de la aseguradora llamada en garantía con fundamento en la interpretación que hizo de los artículos 1088 y 1127 del Código de Comercio, según la cual la indemnización a su cargo no comprendía el daño moral inferido a los demandantes por ser de carácter extrapatrimonial, ni el lucro cesante por ausencia de estipulación expresa.

Al razonar de esa forma, desconoció que los perjuicios patrimoniales de que trata el 1127 son los que el asegurado causa al damnificado, es decir los mismos que aquél sufre en razón del pago de la indemnización a su cargo. De igual manera pasó por alto que el daño emergente al que alude el artículo 1088 ejusdem no es visto desde la perspectiva de la tipología de los daños que sufre la víctima según el sistema de la responsabilidad extracontractual, sino en el contexto del daño que sufre el asegurado en el nivel de sentido del contrato de seguro.

En consecuencia, al interpretar erróneamente ambas disposiciones, dejó de aplicar el artículo 1127 ibidem, incurriendo de ese modo en una violación directa de las normas sustanciales que denunció el cargo que se viene examinando.

Por las razones expuestas, prospera el cuarto cargo, por lo que la sentencia del Tribunal tiene que modificarse en el sentido de condenar a la aseguradora llamada en garantía al pago de la condena en perjuicios a favor de los demandantes más los costos del proceso, tal como lo dispone el artículo 1128 del Código de Comercio; menos el deducible pactado en la póliza.

DECISION

la Corte Suprema de Justicia, en Sala de Casación Civil, , CASA PARCIALMENTE la sentencia proferida el trece de noviembre de dos mil trece, por la Sala Civil del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá; y en sede de instancia MODIFICA su parte resolutiva, que quedará así:

«PRIMERO. REVOCAR la sentencia proferida el 19 de marzo de 2013 por el Juzgado Noveno Civil del Circuito de Descongestión de Bogotá.

SEGUNDO. DECLARAR civilmente responsable a Codensa S.A. E.S.P. por los daños que la muerte del señor José del Carmen Umbarila Garzón ocasionó a los demandantes.

TERCERO. CONDENAR a Codensa S.A. E.S.P. a pagar a los demandantes, las siguientes sumas de dinero:

- Para Rita Saboyá Cabrera:                 $143’497.852
        - Para Luz Evelyn Umbarila Saboyá:     $  53’670.613
        - Para Jheyson Umbarila Saboyá:         $  44’642.850
        - Para Joseph Umbarila Saboyá:           $  40’208.645
        - Para Jhon Richard Umbarila Saboyá: $  40’208.645
                                                               -----------------------
Para una condena total de                     $322’228.605

CUARTO. CONDENAR a la Aseguradora demandada a pagar solidariamente la totalidad de las anteriores sumas de dinero más la condena en costas, descontando el deducible de noventa y nueve mil dólares de los Estados Unidos de América (USD 99.000) que se pactó en la póliza.

QUINTO. CONDENAR a la empresa demandada al pago de las costas de ambas instancias. Las de primera, deberán ser liquidadas por el juzgado de conocimiento. Las de segunda instancia se liquidarán por Secretaría, incluyendo como agencias en derecho la suma de $16’000.000».


Hasta una próxima oportunidad.



Omar Colmenares trujillo
Abogado Analista.









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