ACTIVIDAD
PELIGROSA, RIESGO Y DAÑO EMERGENTE
Y continuamos en este mes de
octubre haciendo un recurrido por algunas de las más trascendentales Sentencias
de la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de justicia colombiana, en
esta oportunidad el máximo tribunal estudia los conceptos de Actividad
Peligrosa, Daño emergente y Lucro Cesante, espero sea de su interés:
SENTENCIA-SC002-2018
Sala de Casación
Civil- Corte Suprema de Justicia de Colombia
12 de
enero de dos mil dieciocho (2018)
Magistrado
Ponente
ARIEL
SALAZAR RAMÍREZ
FUNDAMENTOS FACTICOS
1.
El 25 de junio de 2009, mientras intentaba subir un marco metálico de una
ventana para ser instalado en la fachada del tercer piso de su residencia, el
señor José del Carmen Umbarila hizo contacto accidental con uno de los cables
de la red de energía pública, sufriendo una descarga eléctrica que ocasionó su
muerte fulminante.
2.
Al intentar reanimarlo, su compañera permanente Rita Saboyá sufrió quemaduras
de tercer grado en sus manos y brazos.
3.
El cableado que produjo el accidente no cumplía con las especificaciones de
seguridad señaladas en las reglamentaciones administrativas correspondientes,
pues no tenía el recubrimiento requerido ni guardaba la debida distancia
respecto de la vivienda.
4.
El occiso solventaba las necesidades del hogar, dado que su compañera
permanente dependía económicamente de él, así como dos de sus hijos y una
nieta.
Rita
Saboyá Cabrera, Jhon Richard, Jheyson, Joseph Manuel y Luz Evelyn Umbarila
Saboyá demandaron a Codensa S.A. para que se la declare civilmente responsable
de los perjuicios que les ocasionó la muerte de José del Carmen Umbarila.
Solicitaron,
en consecuencia, se condene a esa empresa a pagar $5’963.493 por daño
emergente; $400’000.000 a título de lucro cesante; más los correspondientes
perjuicios morales.
LA SENTENCIA DE PRIMERA INSTANCIA
Mediante
fallo del 19 de marzo de 2013, el juez a quo negó las pretensiones de la
demanda por considerar que los daños cuya indemnización se reclaman se debieron
a la culpa de un tercero; específicamente, por «el simple hecho de la falta de
licencia de construcción, pues como es de público conocimiento, la zona donde
se encuentra levantada la construcción del señor Umbarila pertenece a los
llamados barrios de invasión, en donde las edificaciones son levantadas sin
respetar los más mínimos requisitos de planeación, sin que se pueda endilgar
culpa alguna a la entidad demandada por tal hecho». [F. 349]
LA SENTENCIA IMPUGNADA
El
13 de noviembre de 2013, el Tribunal Superior de Bogotá. Sala Civil, revocó el
fallo de primera instancia y, en su lugar, declaró a la demandada civilmente
responsable por la muerte del señor José del Carmen Umbarila Garzón.
Como
fundamento de su decisión, afirmó que la responsabilidad que se endilga a la
empresa demandada deriva del ejercicio de una actividad peligrosa: la
generación, distribución y comercialización de energía, tal como ha sido
calificada desde antaño por la jurisprudencia «por su natural potencial de
causar daños», teniendo dicha acción su fundamento en el artículo 2356 del
Código Civil. [Folio 37]
Bajo
este régimen –agregó– al demandante le corresponde probar solamente el daño y
que éste está asociado al ejercicio de la actividad peligrosa, pues la culpa se
presume. A su turno, el guardián de la actividad deberá demostrar, para
librarse de responsabilidad, que ese daño se produjo con ocasión de una causa
extraña, como por ejemplo, la fuerza mayor, un caso fortuito, o la culpa de un
tercero o de la víctima. [Folio 38]
Con
base en el dicho de los testigos, el Tribunal concluyó que «de no haber estado
el tendido eléctrico allí, cerca del inmueble donde se encontraba el señor
Umbarila, el desenlace fatal del que se duelen los demandantes no hubiera
ocurrido». [Folio 40]
Con
relación a la causa extraña que alegó la demandada para eximirse de
responsabilidad, el juez ad quem consideró que el criterio del sentenciador de
primer grado no fue acertado porque la vivienda donde ocurrió el accidente fue
construida por cuenta de los demandantes. Luego, la responsabilidad derivada de
la falta de licencia de construcción mal podría atribuirse al hecho de un tercero.
[Folio 41]
Pero
tampoco puede decirse que hubo culpa exclusiva de la víctima porque, según la
norma RETIE (Reglamento Técnico para Instalaciones Eléctricas), la distancia
mínima horizontal que debe haber entre la vivienda y la red eléctrica pública
es de 2,3 metros, y en el presente caso la demandada instaló los cables a 1,8
metros, es decir que aun si los actores no hubieran infringido las normas de
construcción al acercar el segundo y tercer piso a la red pública de energía
eléctrica, de todos modos la convocada quebrantó los reglamentos
administrativos que se expidieron para evitar daños a los usuarios del servicio
público de electricidad.
Codensa
S.A. E.S.P. formuló demanda de casación con apoyo en cuatro cargos, todos por
la senda de la causal primera del artículo 368 del Código de Procedimiento
Civil.
CONSIDERACIONES
1.
Postulados generales de la responsabilidad civil por actividades peligrosas.
Es
bien sabido que nuestra jurisprudencia explicó desde la primera mitad del siglo
anterior que el artículo 2356 del Código Civil consagra una presunción de
culpa, de suerte que para la prosperidad
de la pretensión indemnizatoria sólo se requiere que esté probado en el proceso
el daño y el nexo causal entre éste y la conducta del agente. Se ha explicado
que esta institución forma parte del régimen de responsabilidad subjetiva
porque la proposición jurídica hace expresa alusión a la posibilidad de imputar
el daño a la malicia o negligencia del agente como presupuesto necesario para
imponerle la obligación de reparar, y porque tal enunciado normativo se ubica
en el capítulo del Código que regula la responsabilidad común por los delitos y
las culpas.
También
se ha afirmado que tal presunción se desvirtúa con la demostración de una causa
extraña a la conducta del agente, por lo que es intrascendente la prueba de la
prudencia socialmente esperable.
Se
ha sostenido, de igual modo, que si el juicio de atribución de responsabilidad
por el ejercicio de actividades peligrosas prescinde del análisis de la culpa
del demandado –puesto que éste no puede eximirse con la prueba de la diligencia
y cuidado–, entonces la concurrencia de la conducta del agente con la de la víctima
debe examinarse en el ámbito de la “coparticipación causal” y no como
“compensación de culpas”.
Sin
embargo, lo que realmente ocurre en estos casos es que ante la insuficiencia de
las explicaciones causales de tipo “naturalista” para solucionar los problemas
de coparticipación y de exposición al daño, los jueces terminan acudiendo a un
juicio fundamentado en la relevancia de la culpa de cada uno de los sujetos
intervinientes, tal como hizo el Tribunal en este caso cuando concluyó que la
negligencia de la demandada al no recubrir los cables con material aislante y
no cumplir la distancia reglamentaria fue el factor preponderante en la
producción del daño, de suerte que si esa infracción no hubiera ocurrido, el
accidente no habría tenido lugar. De ese modo el juzgador acudió a un criterio
de atribución que terminó confundiéndose con un juicio de culpabilidad, pues su
decisión se sustentó en el análisis concreto de la incorrección de la conducta
de la empresa por violar sus deberes de prudencia.
Es evidente que el sentenciador no
examinó la incidencia de la conducta de la víctima “sólo en términos causales”
como lo propone la teoría antes descrita, lo cual es explicable porque si
hubiera basado su análisis únicamente en el plano de la causalidad tendría que
haber concluido –en éste y en todos los casos– que la injerencia de la víctima
en la producción del resultado lesivo es tan relevante como la del agente, pues
desde una perspectiva “naturalista” todas las condiciones que intervienen en la
producción de una consecuencia son igual de necesarias, aun las que podrían
considerarse como obras del azar.
De
hecho, al haber sido la conducta de la demandada una abstención (por no cumplir
las medidas preventivas que le imponían los reglamentos), desde una perspectiva
de la causalidad lineal o determinista tendría que admitirse que no tuvo
ninguna injerencia en el efecto adverso, pues las inactividades no son ni
pueden ser causa de nada porque no son sucesos de la experiencia; de ahí que
sólo adquieren trascendencia para el derecho cuando el ordenamiento las
califica como omisiones jurídicamente relevantes. Por ello, el enfoque de la causalidad
“natural”, material, física o mecanicista resulta inútil para valorar tanto la
conducta omisiva del agente como la incidencia de la víctima cuando no hace
nada para evitar el riesgo que ocasiona el daño, o cuando se expone
imprudentemente al peligro que no creó.
En
la experiencia, un hecho nunca es producido por una sola causa, sino por condiciones infinitas (antecedentes
y coexistentes, activas y pasivas) imposibles de aislar para establecer con
necesidad lógica cuál de ellas fue la eficiente o preponderante en la
realización de un suceso. Desde la
perspectiva de la causalidad lineal de la física clásica o determinista, el
pasado en su totalidad es causa del presente y del futuro en su totalidad, dado
que el estado presente del Universo es el efecto del estado anterior y la causa
del estado que seguirá (LAPLACE, 1814), sin que pueda concretarse más; luego,
la noción de causalidad “pura” es demasiado vaga e inconclusa para que sea de
utilidad.
Hoy
en día las ideas de causa, esencia, sustancia, o “naturaleza de la cosa” no son
objetos de estudio científico por ser ideas filosóficas inextricables. En la actualidad, las ciencias (en sentido
amplio) realizan observaciones desde varios niveles de significado mediante
distinciones que son conscientes de su limitación contextual y de su
sometimiento al imperativo de la selectividad de los sistemas, según el cual
toda explicación sobre los hechos presupone una elección de los datos que el
observador considera relevantes según el objeto de su investigación y las
teorías que gobiernan su ámbito de estudio.
En
vez de buscar “nexos de causalidad” mediante los procesos intuitivos que se
usaban en el siglo XIX, las ciencias
contemporáneas analizan fenómenos en masa susceptibles de cuantificación y
correlación estadística o aproximativa, o emplean métodos de formulación de
hipótesis para los sucesos particulares,
toda vez que ninguna experiencia concreta puede describirse completa y
directamente mediante un enunciado que sintetice todas sus propiedades, por lo
que es inútil hablar del contenido causal de un enunciado fáctico (implicación
material), pues lo único que puede admitirse son vínculos lingüísticos en
constante replanteamiento.
Por
ello, un análisis práctico del “nexo causal” entre los hechos masivos o de
repetición frecuente sólo puede contemplarse como correlaciones imperfectas
pero medibles en términos probabilísticos, tal como ocurre en el ámbito de las
ciencias naturales y la economía, en donde en vez de buscar “causas eficientes”
(¿por qué ocurrió?), más bien se indaga cómo ciertos factores pasados influyen
en el presente y el futuro mediante la observación de sucesiones habituales o
series estadísticas cambiantes y contingentes (¿cómo ocurrió?).
En
el derecho, como no se analizan fenómenos en masa sino acontecimientos
particulares, únicos e irrepetibles, la construcción de enunciados probatorios
no precisa de estudios de probabilidad estadística sino de métodos de formulación
de hipótesis que toman como base criterios normativos que permiten considerar
los datos que se aportan al proceso como hechos con relevancia jurídica.
Una interpretación causal sobre los
datos que interesan al proceso (enunciados) significa que los hechos probados
(referencia) son comprendidos con adecuación a un sentido jurídico
(significado). «La ciencia del derecho –explicaba Kelsen– crea su objeto en
tanto y en cuanto lo comprende como un todo significativo». El acaecer adecuado a un sentido jurídico
(causalidad adecuada) quiere decir que los hechos de la experiencia deben estar
jurídicamente orientados u ordenados para que sean comprensibles para los
efectos que interesan al proceso. Si falta la adecuación de sentido nos
encontraremos ante una mera probabilidad estadística no susceptible de
comprensión o interés para el derecho, por mucho que la regularidad del
desarrollo del hecho se conozca con precisión cuantitativa. La causalidad que interesa al derecho es,
entonces, la causalidad jurídica, es decir la causalidad adecuada a un sentido
jurídico, que es lo mismo que una causalidad orientada por criterios normativos
o de imputación: «…la causalidad adecuada que ha sido adoptada por nuestra
jurisprudencia como explicación para la atribución de un daño a la conducta de
un agente, debe ser entendida en términos de ‘causa jurídica’ o imputación, y
no simplemente como un nexo de causalidad natural».
La impotencia de los jueces para
identificar el nexo causal entre los acontecimientos que interesan al proceso,
en suma, no se debe a falta de conocimientos jurídicos sino a que el problema
de la causalidad ha sido planteado por la tradición jurídica en términos
filosóficos que trascienden los límites especializados del derecho; pasando por alto que la misma epistemología
se ha mostrado incapaz de explicar la existencia de vínculos entre los
hechos, por lo que en el estado actual
del conocimiento científico la relación entre los hechos y los enunciados sobre
los hechos no se estudia en términos estrictamente epistemológicos, sino como
un problema de frontera que involucra varios ámbitos como el uso práctico del
lenguaje (giro lingüístico), la
sociología del conocimiento, las teorías de sistemas, las ciencias cognitivas y
de la complejidad, entre otros enfoques
integrados, solapados o interconectados.
Es
la filosofía, precisamente, la que advierte sobre sus limitaciones para
explicar las correlaciones causales entre los hechos, por lo que no es posible
asumir ningún enfoque epistemológico particular para resolver los problemas de
causalidad jurídica. De ahí que el derecho tiene que depurarse y desprenderse
del rezago metafísico que tradicionalmente ha impregnado sus institutos: «Lo
que se trata de señalar con esta observación es que muchas veces el jurista
está aceptando ingenua e inconscientemente conceptos cuya consciencia rechaza.
No quiere hacer filosofía sino práctica, pero todo su lenguaje está impregnado
de un aroma filosófico del que no puede huir: causa, motivo, culpa,
consentimiento, son términos que si no son previamente conceptualizados
desbordan el marco de la mera juridicidad para inhalar el de ciencias afines:
desde la sicología a la filosofía».
Debido a la imposibilidad de adoptar un
enfoque filosófico particular que explique las relaciones causales en la fase
de elaboración de los enunciados probatorios, se torna necesario acudir a
criterios jurídicos (que no excluyan los aportes de las demás ciencias
contemporáneas) para la definición de los conceptos fundamentales del instituto
de la responsabilidad civil; para lo cual la teoría de la imputación resulta de
gran utilidad.
Con ello no quiere cuestionarse la
injerencia de las causas naturales en la producción de los resultados lesivos,
pues eso sería tanto como negar la realidad. Lo que pretende dejarse en
evidencia es que todo análisis causal en el derecho está prefigurado por un
contexto de adecuación jurídica. Sólo de
esa manera es posible endilgar un daño a una persona, por lo que la imputación
de las desviaciones (por acciones u omisiones) a los agentes que las
condicionaron queda definitivamente como una hipótesis que tiene que realizar
el juez con base en las pruebas que obran en el proceso, para lo cual los
razonamientos de los abogados de las partes como actividad sustentadora de sus
alegaciones sobre los hechos ostentan indiscutible predominio.
La imputación civil –se reitera– no
excluye el concepto de causalidad (cualquiera que sea su significado filosófico
o científico); simplemente acepta la evidencia de que las relaciones causales
no se dan en todos los casos (como en la responsabilidad por omisiones o por el
hecho ajeno); y siempre es insuficiente, dado que las condiciones relevantes
para el derecho no pueden seleccionarse sin criterios de adecuación de sentido
jurídico. Únicamente a partir de este
contexto de sentido jurídico pueden elaborarse enunciados probatorios de tipo
causal, los cuales, por necesidad lógica, tienen que ser razonamientos
hipotéticos o abductivos (sea por acciones o por omisiones).
«Las
explicaciones de razón expresan una correspondencia no necesariamente causal
entre dos hechos, de suerte que la presencia de uno de ellos lleva al juez a
inferir la existencia de otro según un marco de sentido jurídico que otorga
validez a dicha correlación que puede ser con o sin causalidad (esto último
ocurre en materia de omisiones, por ejemplo). De manera que una persona puede
originar un hecho desencadenante de un daño y, sin embargo, el nexo causal por
sí solo resulta irrelevante para endilgarle ese hecho como suyo; como bien
puede ocurrir que la autoría del hecho lesivo deba ser asumida por quien no
tuvo ninguna intervención o injerencia física en el flujo de eventos que
ocasionaron el daño. La atribución de un resultado lesivo a un sujeto, en suma,
no depende en todos los casos de la producción física del perjuicio, porque el
hecho de que una persona ocasione directamente un daño a otra no siempre es
necesario y nunca es suficiente para cargárselo a su cuenta como suyo. Aunque
la relación causal aporta algo a la fórmula de imputación en la medida en que
constituye una conexión frecuente o probable entre la conducta del agente y el
daño sufrido por la víctima, no explica satisfactoriamente por qué aquél puede
ser reputado artífice».
No
todas las circunstancias que pueden ser tomadas en cuenta como causas físicas
son relevantes para el derecho, pero la selección de las condiciones relevantes
para atribuir responsabilidad es siempre un problema de sentido jurídico: entre
más inferencias se consideren como causas jurídicamente relevantes habrá más
posibilidades de elaborar juicios rigurosos de atribución o de exoneración de
responsabilidad; mientras que si la “muestra causal” es pequeña habrá grandes
probabilidades de que el juicio de imputación quede a merced de la intuición o
la suerte. Las valoraciones causales, en suma, no recaen sobre “lo dado” por la
experiencia sino más bien en lo que de ella logra seleccionarse con dificultad.
El
corpus finito de selecciones causales que se extraen de un número indefinido e
infinito de fenómenos no tiene relación directa con la abundancia de pruebas
que se aduzcan al proceso, porque la masa de la producción probatoria no es
anuncio de su suficiencia, puede serlo de lo contrario: muchas pruebas pueden
indicar pocas causas con relevancia jurídica, mientras que pocas pruebas pueden
señalar muchos factores jurídicamente importantes. Un enunciado causal tiene
importancia por su coherencia, adecuación a la realidad, superación de sesgos
cognitivos, ausencia de hipótesis infirmantes y por su significado en el
contexto jurídico, no por el número de datos que logre acumular la evidencia
probatoria (un solo enunciado fáctico con relevancia jurídica tiene más peso
que mil confirmaciones de causas insignificantes para el derecho).
Hay
que memorar que ni siquiera en el ámbito de las ciencias naturales es posible
prescindir de una teoría (norma científica) que explique las correlaciones
causales como hechos de la naturaleza no sujetos a juicios de atribución. «La principal fuente del descubrimiento de
nuevos hechos no son los hechos por sí mismos sino su elaboración teórica y la
comparación de las consecuencias de las teorías con los datos observacionales.
(…) Los datos aislados y crudos son inútiles y no son dignos de confianza; es
preciso elaborarlos, organizarlos y confrontarlos con las conclusiones
teóricas».
De
la misma manera que las ciencias naturales se valen de teorías como criterios
normativos para la comprensión de sus objetos de conocimiento, el derecho
emplea juicios de atribución para apreciar los hechos con relevancia jurídica,
pues para endilgar un daño a un agente y para valorar una conducta como
correcta o incorrecta según su adecuación a la prudencia, hay que partir de las
reglas de adjudicación y de comportamiento que establece el ordenamiento
jurídico. El hombre sabe o tiene que saber cuál es la solución correcta en cada
caso con relevancia jurídica en virtud de su entendimiento y posibilidades de
elección entre las alternativas que ofrece el ordenamiento jurídico, independientemente
de que como ser de la naturaleza las consecuencias de sus actos están sometidas
a leyes físicas.
El
enfoque causal de la responsabilidad civil tuvo su origen en la ideología del
positivismo naturalista de la segunda mitad del siglo XIX, pero aparte de ese
breve período siempre ha sido una noción ajena al derecho, pues éste se ha
cimentado –desde los comienzos de la civilización y aún en la psique
mítico-religiosa del hombre primitivo–
en juicios de imputación: «Es evidente que la ciencia jurídica no aspira
a dar una explicación causal de los hechos y que en las proposiciones que la
ciencia jurídica utiliza para describir su objeto se aplica el principio de
imputación y no el de causalidad».
Las controversias que se suscitan en el
derecho –como las de coparticipación o exposición al daño en razón del
despliegue de actividades peligrosas– no pueden solucionarse en el ámbito
exclusivo de la causalidad “natural” o de cualquier concepto que con otro
nombre caiga bajo el espectro de la causalidad que acuñó la tradición
filosófica, pues ello desconocería el estado actual de la discusión sobre el
problema de la verdad que prescinde de connotaciones ontológicas para centrarse
en una definición pragmática; con el
agravante de que la causalidad “material” es un recurso conceptual no
susceptible de demostración por pruebas directas (que son las únicas que las
partes pueden incorporar a un proceso civil), por lo que la exigencia de su
aportación implicaría obligar al demandante a que aduzca la prueba de un “nexo
causal” que ni el más avezado epistemólogo estaría en condiciones de
suministrar, pues todas las interpretaciones causales terminan relacionando la
conducta del demandado con el daño sufrido por el demandante mediante criterios
de adecuación normativa y no de implicaciones materiales.
Basta constatar que el nexo causal no es
un objeto perceptible por los órganos de los sentidos para admitir de manera
concluyente que no es un elemento susceptible de demostración por pruebas
directas sino por inferencias lógicas que el juez realiza a partir de un marco
de sentido jurídico que le permite comprender la evidencia probatoria para
hacer juicios de atribución. La falta de reconocimiento de tal situación
conduce a dejar de elaborar los enunciados probatorios con base en un
argumentum ad ignorantiam (ausencia de prueba como prueba de ausencia), pasando
por alto que ‘la causalidad’ que interesa al derecho no es un objeto que pueda
hallarse en la naturaleza sino una hipótesis que el juez debe construir.
De
ahí que cuando el comportamiento que el agente despliega en ejercicio de una
actividad peligrosa concurre con la conducta de la víctima en la generación del
perjuicio, o con la exposición de ésta al daño que no produjo, no es posible
resolver el problema de la atribución de responsabilidad en el ámbito de la
causalidad lineal determinista (por imposibilidad lógica, jurídica y
real), pero tampoco es acertado
solucionarlo en el campo de la culpabilidad (por ir en contra de la presunción
contenida en el artículo 2356), por lo que hay que acudir a un criterio
diferenciador basado en la imputación.
Lo
anterior deja al descubierto que la imputación civil no es una postura
caprichosa, ni obedece al deseo de introducir novedades jurisprudenciales
innecesarias; sino que es un
requerimiento ineludible del instituto de la responsabilidad civil para señalar
pautas claras que permitan seleccionar las condiciones que se estiman
jurídicamente relevantes para atribuir responsabilidad tanto por acciones como
por omisiones, así como para valorar la incidencia de la conducta de las
víctimas a partir de sus posibilidades de creación de riesgos o de su
exposición al peligro que no crearon.
2.
El concepto jurídico de actividad peligrosa.
2.1.
Es pacífica la posición doctrinal que asume que el artículo 2356 obliga a quien
realiza una actividad peligrosa a indemnizar el daño que ocasiona a terceros en
razón del despliegue de esa conducta. A tal respecto, esta Corte ha declarado
en varias sentencias que cuando el daño proviene de ‘actividades caracterizadas
por su peligrosidad’, de que es ejemplo el uso y manejo de un automóvil, el
disparo de una arma de fuego o el empleo de una locomotora de vapor o de un
motor, el hecho dañoso lleva en sí una presunción de culpa que releva a la
víctima de la necesidad de tener que probar la del autor del daño.
El
concepto de peligrosidad de la actividad, empero, no ha sido definido bajo un
criterio jurídico general sino que suele explicarse mediante ejemplos tales
como la velocidad alcanzada, la naturaleza explosiva o inflamable de la cosa
utilizada, la energía desplegada o conducida, entre otras situaciones cuya
caracterización ha sido delimitada por la jurisprudencia.
Al
respecto, Henri Mazeaud advirtió sobre «la falta de un criterio para saber
cuándo una actividad o cosa es peligrosa y cuándo no, porque viéndolo bien, de
toda cosa o actividad, por inocente que sea, podría predicarse cierta
peligrosidad»; sin que este problema
pueda obviarse afirmando que «si una actividad es o no peligrosa, es cuestión
de hecho que sólo el juez puede resolver en cada caso concreto» (Pérez Vives),
porque lo que está en juego es nada más y nada menos que la solución de la
controversia a la luz de la responsabilidad que exige la prueba de la culpa
(artículo 2341); o de la que no exige la demostración de ese elemento por
presumirlo (artículo 2356), que en términos de verdad pragmática es lo mismo
que tenerlo por probado.
Es
cierto que tal distinción es una cuestión de hecho que debe definir el
sentenciador para adecuar la causa petendi al enunciado normativo que
corresponde, pues finalmente todos los institutos jurídicos se refieren a
cuestiones de hecho, de otro modo no tendrían sentido. Sin embargo, la
trascendencia del problema radica en que tal labor de adecuación no puede estar
desprovista de un criterio normativo general que demarque los límites de ambas
instituciones jurídicas antes de que el conflicto sea presentado al juez para
su solución.
Es
un lugar común explicar el concepto de actividad peligrosa a partir de las
diferencias entre la técnica y la naturaleza. Se consideran peligrosas las
actividades producidas con fuerzas mecánicas superiores a las del hombre; se
tienen como no peligrosas las actividades producidas por la fuerza natural del
hombre. Tal distinción, aunque no es del todo inútil, no tiene en cuenta
criterios jurídicos.
Lo que caracteriza a las actividades
peligrosas, desde un punto de vista jurídico, es que la norma que regula este
instituto no exige la previsibilidad de las consecuencias. De ese modo el
ordenamiento introduce claves operacionales (o criterios de adecuación de
sentido): la ausencia de control y previsión de los resultados, sin los cuales
no habrá manera de saber si los hechos de la experiencia son o no peligrosos
para el derecho.
Es cierto que cualquier actividad, por
común y corriente que sea, puede ser peligrosa. No obstante, la categorización
que interesa al derecho no es la que haría cualquier persona en su particular
experiencia (observación de primer nivel), sino la que tiene que realizar el
juez con base en las claves operacionales
que establece el sistema jurídico según el daño ocasionado sea o no
controlable y previsible (observación de segundo nivel o de atribución).
También
es verdad que cualquier acción puede salirse de su curso y producir desvíos no
previstos; mas ello no es lo que generalmente ocurre con los inventos humanos,
pues éstos se van reformando y mejorando con el curso del tiempo, de suerte que
la misma exigencia de tecnicidad termina por trivializar los riesgos a medida
que la técnica se perfecciona y produce mayor confianza en los usuarios.
Al no depender el concepto de
peligrosidad únicamente del empleo de fuerzas mecánicas como motores o
máquinas, la jurisprudencia de esta Corte ha podido considerar dentro de esa
categoría actividades como la generación, transformación y conducción de
energía eléctrica de corriente alterna, que no es una fuerza mecánica sino
electromagnética. De igual modo, en un futuro podrían considerarse como
peligrosas aquellas actividades que no utilizan fuentes de energía
convencionales, sino que emplean fuerzas que no siempre son sensorialmente
perceptibles o no provocan una gran impresión psicológica, como por ejemplo la
energía nuclear; la energía térmica; la combustión bioquímica; la radiación
electromagnética; la combinación química de nuevos materiales; la biogenética;
etc., respecto de las cuales el derecho tendrá que pronunciarse en su debido
momento con el fin de establecer si pertenecen a la esfera de lo que produce
daños técnicamente controlables o a la de los imprevisibles.
2.2.
Se ha dicho líneas arriba que una actividad peligrosa es la que puede producir
daños incontrolables e imprevisibles, tal como lo advierte la sociología en las
situaciones impredecibles, incalculables y catastróficas de la sociedad del
riesgo contemporánea. De ahí que la
obligación de indemnizar en este tipo de responsabilidad no puede depender del
control o la previsión de las consecuencias, pues ello supondría imponer un
criterio de imputación basado en la previsión de lo imprevisible.
Mas,
como esta especie de responsabilidad no se atribuye únicamente por haber
producido un daño (como en la responsabilidad objetiva), ni por la posibilidad
de prever el resultado (como en la responsabilidad por culpa), el criterio de
atribución no puede ser otro que el de la posibilidad de evitar el riesgo de
realización del perjuicio, como se precisará más adelante.
La
moderna responsabilidad por culpabilidad se erigió sobre el postulado de que
los daños que la primera modernización (simple, lineal e industrial) trajo
consigo podían predecirse y prevenirse de una manera satisfactoria, por lo que
podían atribuirse a sus causantes directos. En la sociedad del riesgo, en
cambio, ha surgido la conciencia de que muchos daños de la era postindustrial
son incontrolables e impredecibles; lo
que no significa que deban permanecer en el anonimato o no sean merecedores de
reproche civil.
A
partir de los riesgos del sistema de producción industrial y sus daños actuales
o potenciales se da una pluralidad casi infinita de interpretaciones causales
que no pueden ser confirmadas. Se abre así un espectro de causas y responsables
que se producen de manera supraindividual e indiferenciada. Empresas,
industrias, grupos económicos, científicos y profesionales quedan en la línea
de sujetos susceptibles del reproche social y jurídico.
Los
efectos nocivos de la sociedad del riesgo se han masificado: daños por
contaminación, por el uso de nuevas fuentes de energía, por desarrollos
tecnológicos, genéticos, biológicos, farmacológicos, etc., producen efectos
imprevisibles e incontrolables, frente a los cuales la ciencia no está en
condiciones de establecer nexos de causalidad, ni mucho menos de determinar
hasta dónde se extienden los perjuicios.
«Por
decirlo expresamente una vez más: todos estos efectos se presentan con
independencia de cuan consistentes parezcan desde un punto de vista científico
las interpretaciones causales aceptadas. Por lo general, dentro de las ciencias
y de las disciplinas afectadas divergen mucho las opiniones al respecto. Así
pues, el efecto social de las definiciones del riesgo no depende de su
consistencia científica».
En
la sociedad postindustrial del riesgo los daños no se agotan en consecuencias
“ciertas” que ya han tenido lugar, sino que contienen un componente innegable
de incertidumbre que se materializa en efectos colaterales o secundarios
latentes y, por lo tanto, ya presentes,
cuyo resarcimiento sólo puede ser establecido por el ordenamiento civil
de conformidad con su propio marco de sentido jurídico.
Las
nuevas fuentes de energía, el incremento de la minería y la industrialización,
la medicina científica, los medios de transporte de alta velocidad, las
técnicas bio-genéticas de reproducción, la mecanización y el uso de abonos
químicos en la agricultura intensiva industrial, etc., no sólo benefician a los
inventores, productores y comercializadores, sino que son bienes sociales a los
que nadie está dispuesto a renunciar, pues son parte de la vida diaria de toda
persona y son la fuente del trabajo y de los medios de subsistencia de la
población, así como de la riqueza de las naciones y del reparto de los beneficios
sociales; por lo que no puede afirmarse –como se hacía en décadas pasadas con
sustento en ideologías– que el progreso científico y tecnológico sólo beneficia
a los “dueños de los medios de producción”, quienes por ello debían responder
objetivamente por todos los daños que causaran.
En la segunda modernidad está
constituyéndose un nuevo tipo de capitalismo, un nuevo tipo de economía, un
nuevo tipo de sociedad y un nuevo tipo de individualidad, distintos a los de la
primera modernidad que dio origen a la responsabilidad civil extracontractual,
por lo que esta área del derecho tiene que asumir el desafío jurídico de
resolver los nuevos problemas de asignación de daños producidos en la sociedad
del riesgo.
En esta sociedad del riesgo, la
adaptación del derecho de la responsabilidad civil extracontractual al mundo
contemporáneo depende de su capacidad de identificar los riesgos, peligros y
daños con relevancia jurídica; sus formas de producción; sus posibilidades de
evitación y predicción; el alcance de la indemnización; y, principalmente, la
selección de los criterios normativos de atribución de los daños a sus agentes,
muchos de los cuales no están señalados por las normas civiles como
susceptibles de un juicio de atribución objetiva, pero tampoco pueden
encuadrarse en los daños controlables y previsibles de la responsabilidad por
culpabilidad.
Frente
a las actividades descritas por la ley de manera taxativa como generadoras de
responsabilidad estricta, y a la tradicional responsabilidad común por
actividades que producen consecuencias controlables y previsibles orientadas
bajo el criterio de la culpa; la responsabilidad por actividades peligrosas se
erige en el instituto de mayor importancia para imputar los daños
incontrolables e imprevisibles producidos en la sociedad del riesgo.
3.
La presunción de culpa en las actividades peligrosas.
Al comienzo de estas consideraciones se
memoró que nuestra jurisprudencia ha venido afirmando desde la primera mitad
del siglo pasado, que el artículo 2356 establece una presunción de culpa que
exime al demandante de la carga de asumir las consecuencias negativas que
normalmente le acarrearía la ausencia de prueba de ese elemento.
Con relación a las presunciones, el
artículo 66 del Código Civil dispone:
«Se
dice presumirse el hecho que se deduce de ciertos antecedentes o circunstancias
conocidas. Si estos antecedentes o circunstancias que dan motivo a la
presunción son determinados por la ley, la presunción se llama legal. Se
permitirá probar la no existencia del hecho que legalmente se presume, aunque
sean ciertos los antecedentes o circunstancias de que lo infiere la ley, a
menos que la ley misma rechace expresamente esta prueba, supuestos los
antecedentes o circunstancias. Si una cosa, según la expresión de la ley, se
presume de derecho, se entiende que es inadmisible la prueba contraria,
supuestos los antecedentes o circunstancias».
En
un sentido similar, el artículo 166 del Código General del Proceso (176 C.P.C.)
establece:
«Las
presunciones establecidas por la ley serán procedentes siempre que los hechos
en que se funden estén debidamente probados. El hecho legalmente presumido se
tendrá por cierto, pero admitirá prueba en contrario cuando la ley lo
autorice».
Estos
enunciados normativos señalan reglas de conformación sintáctica de las
presunciones legales, las cuales modifican las leyes sustanciales al tener por
probados algunos de sus elementos fácticos estructurales. Las presunciones
tienen la forma léxica de un condicional que vincula un antecedente y un
consecuente. Es decir que poseen dos expresiones gramaticales: i) Los
antecedentes o circunstancias que dan motivo a la presunción, y ii) El hecho
presunto que de ellos se deduce. Una vez probados los antecedentes o hechos
presumibles se tendrá por probado el consecuente o hecho presunto.
El
hecho que hay que desvirtuar es el presunto o consecuente y no el presumible o
antecedente («se permitirá probar la no existencia del hecho que legalmente se
presume, aunque sean ciertos los antecedentes o circunstancias de que lo
infiere la ley…»), pues se entiende que éste tuvo que quedar demostrado para
que pudiera operar la presunción, de suerte que si el antecedente no se
demuestra, simplemente no hay lugar a hablar de presunción ni hay necesidad de
desvirtuarla porque ésta no logra configurarse.
Los elementos fácticos del artículo 2356
son el daño y la posibilidad de imputarlo a malicia o negligencia de otra
persona: «Por regla general todo daño que pueda imputarse a malicia o negligencia
de otra persona, debe ser reparado por ésta».
El hecho presumible es la posibilidad de
imputar el daño al demandado (por haber creado el riesgo previsto en una regla
de adjudicación), y una vez demostrada esta imputación habrá que dar por probada
la culpa que menciona ese enunciado normativo, pues al no requerir demostración
es un hecho presunto.
Ahora
bien, la pregunta fundamental es si se trata de una presunción que admite
prueba en contrario (iuris tantum) o si no admite prueba que la desvirtúe
(iuris et de iure).
Cuando el artículo 2356 exige como
requisito estructural el ‘daño que pueda imputarse a malicia o negligencia’,
está señalando que no es necesario demostrar la culpa como acto (la
incorrección de la conducta por haber actuado con imprudencia), sino
simplemente la posibilidad de su imputación. Luego, como la culpa no es un
núcleo sintáctico del enunciado normativo, la consecuencia pragmática de tal
exclusión es el rechazo de su prueba en contrario. Por consiguiente, se trata
de una presunción iuris et de iure, como se deduce del artículo 66 antes
citado, lo que explica que el demandado no pueda eximirse de responsabilidad
con la prueba de su diligencia y cuidado.
De lo anterior se concluye que la
responsabilidad por actividades peligrosas tiene que analizarse, por expreso
mandato legal, en el nivel de la categorización de la conducta del agente según
haya tenido el deber jurídico de evitar la creación del riesgo que dio origen
al daño (riesgo + daño); pero no en el ámbito de la mera causación del
resultado lesivo como condición suficiente (sólo daño), pues no se trata de la
responsabilidad objetiva que se rige por el criterio del deber absoluto de no
causar daños; ni mucho menos en el nivel que exige la demostración de la
culpabilidad como requisito necesario (daño + riesgo + culpa o dolo), pues no
se trata de la responsabilidad bajo el criterio de la infracción de los deberes
de prudencia o previsibilidad de los resultados.
4.
La imputación del daño al agente en los diversos tipos de responsabilidad.
4.1.
La imputación consiste en atribuir el daño a un agente a partir de un contexto
de sentido jurídico, o sea en elaborar un enunciado adscriptivo de segundo
orden. No puede existir responsabilidad
sin un criterio normativo que permita endilgar el daño de un bien jurídico al
demandado. Luego, no requiere adjetivos calificativos de ninguna índole, por lo
que es innecesario tildarla de “objetiva”, “subjetiva” o asignarle cualquier
otro epíteto que en vez de añadirle alguna propiedad explicativa sólo generaría
confusión frente a teorías ajenas al derecho civil que ya han reclamado para sí
tales denominaciones y se erigen sobre fundamentos completamente distintos a
los postulados que dan sentido al derecho privado.
De
hecho, el artículo 2356 del Código Civil exige expresamente la valoración de la
conducta del agente generador de una actividad peligrosa en el ámbito de la
imputación, y esa exigencia fue consagrada en nuestra legislación civil un
siglo antes de la proliferación de teorías provenientes de otras áreas del
derecho.
Por
ello no debe suponerse que el concepto de imputación –que ha sido una noción
inmanente al derecho desde sus orígenes primitivos– es una adecuación al derecho civil de
recientes doctrinas provenientes del derecho penal. De ahí que en SC13925-2016
se advirtiera que la imputación civil no puede confundirse con las teorías de
la imputación objetiva penal.
Entre
las razones para no incurrir en tal mixtura pueden mencionarse las siguientes:
a) La “imputación objetiva penal” es el juicio de desaprobación de la conducta
que excede un riesgo permitido que se realiza en el resultado típico. La
imputación civil, en cambio, se rige por una cláusula general que ordena
indemnizar todos los daños jurídicamente relevantes que se cometan según el
criterio de atribución normativa de que se trate (objetiva, actividades
peligrosas o por culpabilidad). En civil las conductas no están sujetas a
descripciones típicas o concretas, por lo que no es admisible confundir el
principio de tipicidad propio del derecho penal con el principio de legalidad o
con las normas que establecen criterios generales de atribución de
responsabilidad civil. b) Los tipos penales están descritos por la ley positiva
(Código Penal); mientras que las reglas de adjudicación de la imputación civil
no siempre están consagradas en normas positivas, pues pueden ser criterios
jurisprudenciales como la calidad de guardián de la cosa o de la actividad; o
pueden estar señaladas en las reglas o usos de cada ámbito social, profesional
o técnico. c) Las normas de adjudicación que señala el ordenamiento civil
(arts. 2343, 2346, 2347, 2348, 2349, 2353, 2354 y demás disposiciones que
califican una labor o posición de responsabilidad) no son descripciones de
conductas típicas, son reglas generales de atribución de un resultado a un
agente, sin importar la forma específica como ocurra el hecho dañoso. d) Un
punto central de la teoría de la imputación penal es si la valoración de la
intencionalidad (saber y querer) de la realización típica es o no prioritaria,
según el enfoque que se adopte; lo cual es ampliamente controvertido en los
delitos dolosos. En la imputación civil esa materia es completamente
intrascendente, pues ningún criterio exige el dolo como requisito necesario,
aunque sí es una condición suficiente en todos los casos. e) Uno de los
conceptos centrales de la imputación objetiva penal es el de “riesgo permitido”
como criterio de identificación de la conducta desvalorada al exceder los roles
sociales o la confianza. Por el contrario, la imputación civil no opera con la
norma de clausura lógica “prohibido/permitido”, porque el derecho de la
responsabilidad extracontractual no prohíbe a nadie conductas de ninguna
índole; únicamente obliga a pagar una indemnización cuando se producen daños.
No está prohibido cometer daños a bienes jurídicos ajenos; sólo existe una
obligación de indemnizarlos una vez se producen. f) Otro concepto importante en
la imputación objetiva penal es el de “prohibición de regreso” como criterio
para valorar un comportamiento estereotipado inocuo que favorece el hecho
delictivo de otro: en términos generales, se trata de una participación
imprudente impune que promueve una autoría dolosa ajena. La imputación civil no
toma en consideración el concepto de “prohibición de regreso” porque existe el
principio de solidaridad de la responsabilidad si el riesgo que produce el daño
es creado con culpa por varias personas. g) La imputación penal es personal e
intransferible: nadie responde penalmente por un comportamiento ajeno. La
responsabilidad civil, en cambio, puede imputarse a quien no tuvo ninguna
participación en el desencadenamiento del resultado adverso, como sucede en los
casos de responsabilidad por el hecho ajeno (padres, tutores, maestros y
empleadores por los daños cometidos por sus hijos, pupilos, estudiantes y
trabajadores). h) La imputación objetiva penal, al pretender fundamentarse en
expectativas de validez típico-normativas, acaba confundiéndose con el llamado
contexto de justificación, con lo que se aleja de su intención inicial de
erigirse sobre postulados funcionalistas, por eso la idea de subsunción o
razonamiento deductivo sigue ocupando un papel central en ella. La imputación
civil, al cimentarse en explicaciones de validez veritativo-cognitivas, se
circunscribe al contexto de descubrimiento, por lo que emplea un razonamiento
abductivo o hipotético. Estas son sólo algunas de las diferencias más notables
que –sin pretensiones de exhaustividad– pueden detectarse entre los dos modelos
de imputación, aunque seguramente deben existir más.
Los
criterios de imputación son normativo-funcionales (no deductivos), pues se
infieren del ordenamiento jurídico que exige tener en cuenta reglas de
adjudicación y reglas específicas de conducta o de prudencia. Imputar un resultado a un agente es juzgar un
comportamiento gobernado por reglas.
Cuando
el juez civil hace este tipo de caracterizaciones jurídicas no sólo está
describiendo (explanandum) la conducta del autor del daño en la sociedad, la
naturaleza o “la realidad”, o por el interés que pudiera tener para otras áreas
del derecho, sino que le está
adscribiendo aspectos de su dominio (del juez) de habilidades jurídicas
gobernadas por reglas (explanans). Las reglas de imputación de responsabilidad
civil están dirigidas al juzgador para valorar el hecho del agente ex post
facto a fin de atribuirle una situación jurídica, con independencia de que
muchas de ellas cumplan además una función prospectiva para regular la conducta
concreta de las personas en su desenvolvimiento social.
El
conocimiento de cómo hacer la imputación incluye el dominio de un sistema de
reglas que hace que la atribución de responsabilidad sea regular, sistemática y
perfectible (aunque no perfecta o infalible). Mas, lo que debe quedar claro es
que los errores en la labor que corresponde al juez de hacer caracterizaciones
jurídicas (imputaciones) podrán deberse a no considerar suficientes ejemplos
del corpus normativo que señala reglas de adjudicación o patrones de conducta,
o a errores inferenciales a partir de los hechos indicadores probados en el
proceso; pero jamás a una falta de apreciación directa de datos empíricos que
demuestren la causalidad o la inadecuación de la conducta al deber, pues tales
datos reveladores no existen. El estudio del significado de la imputación como
elemento de la responsabilidad y el estudio del acto de imputar que hace el
juez no son estudios diferentes, sino el mismo asunto.
Las
reglas de adjudicación y los patrones de conducta permiten diferenciar una
conducta conforme a derecho de una “desaprobada”. Sin embargo, el problema no
reside en determinar cómo deben comportarse las personas en situaciones
futuras, pues no se cometen infracciones por tomar riesgos, sino en establecer
cuándo una consecuencia lesiva es producto de una conducta que sólo se
desaprueba en retrospectiva: «Cualesquiera sean los riesgos que convierten a un
agente en negligente, esos deben ser también los únicos riesgos por los cuales
ese agente debería pagar, si ellos se materializan en un daño real». Las acciones no son incorrectas en sí mismas
(ilícitas) sino que se tornan antijurídicas sólo cuando generan riesgos que se
concretan en daños a bienes jurídicos de otras personas.
Ello
conduce a una conclusión necesaria: el riesgo de la responsabilidad civil
siempre es un riesgo permitido, es decir que no existen riesgos no permitidos o
conductas prohibidas por esta área del derecho; pues las personas pueden tomar
o realizar todos los riesgos que a bien tengan mientras no produzcan daños con
relevancia jurídica. Los deberes de conducta del derecho de la responsabilidad
extracontractual jamás son prospectivos, pues este subsistema no impone a nadie
limitaciones de ningún tipo mientras la actividad está teniendo lugar (como sí
lo hacen las reglamentaciones preventivas o sancionatorias dentro de sus
respectivos subsistemas); de ahí que no se exija la intencionalidad del sujeto
como condición necesaria de la imputación. El juicio de desvalor no radica en
la antijuridicidad de la conducta per se, sino en que suceda o no un daño a
partir de la creación del riesgo (per accidens). Es decir que la conducta es
jurídicamente reprobable sólo cuando se analiza en retrospectiva
(retroalimentación cibernética) a la luz de las posibilidades que tuvo el
agente de evitar generar el daño; sólo entonces puede predicarse su
inadecuación al deber: El problema de la responsabilidad extracontractual «es
que se permita una acción que sea jurídica, pero que en caso de un perjuicio
obligue no obstante a la indemnización».
La distinción entre riesgo permitido y
riesgo no permitido, en suma, no cumple ninguna función en el derecho de la
responsabilidad civil, pues este subsistema del ordenamiento jurídico permite
tomar todos los riesgos posibles; y sólo
en caso de que ocasionen daños a bienes jurídicos ajenos se valorará el
comportamiento del agente, no porque el riesgo haya estado prohibido o no
permitido (antijuridicidad prospectiva o lineal), sino a la luz del análisis
retrospectivo (circular o feed-back) de las reglas que adjudican deberes
generales de evitación de riesgos en los casos de responsabilidad por culpa
presunta, y de acuerdo a las reglas de prudencia (que establecen deberes de
actuar con diligencia y cuidado, o con previsibilidad de las consecuencias) en
los casos en que se requiere probar la culpa.
Las
reglas de adjudicación y los patrones específicos de prudencia son los
criterios distintivos de la juridicidad del comportamiento del agente, para lo
cual no hay ninguna necesidad de acudir al concepto difuso (y virtualmente
vacío) de ‘riesgo permitido’ según el quebranto de roles sociales desde una
perspectiva sancionatoria.
4.2.
Dependiendo del nivel de exigencia que consagra la proposición normativa para
valorar el comportamiento de las personas según las reglas de adjudicación (que
señalan deberes de evitación de riesgos o establecen una posición de garante o
de guardián de la cosa o actividad), o los patrones de conducta (que permiten
medir la prudencia en cada situación específica), habrá lugar a responsabilidad
objetiva o estricta; a responsabilidad por actividades peligrosas (o por culpa
presunta); a responsabilidad por culpa o infracción de deberes objetivos de
diligencia y cuidado; o a responsabilidad por dolo.
i)
La menos exigente de todas es la responsabilidad objetiva, en la que sólo se
atiende al hecho de haber causado un daño a un bien jurídico ajeno que el
ordenamiento civil considera merecedor de indemnización. En esta especie de
responsabilidad no es necesario probar que el demandado tenía un deber
abstracto de evitar producir riesgos, o un deber concreto de actuar con
prudencia en una situación específica; ni es posible eximirse de
responsabilidad desvirtuando tales situaciones. El deber que se asigna en este
tipo de responsabilidad es un deber absoluto de simple acto: no causar daños
con relevancia jurídica. Es decir que el que causa un daño lo paga, sin más
consideraciones o miramientos. Por supuesto que el demandado podrá eximirse de
responsabilidad si prueba que no fue él quien ocasionó el daño que pretende
atribuírsele sino una tercera persona, la víctima o un hecho de la naturaleza
cuyas consecuencias no tenía el deber jurídico de evitar, es decir, que estaban
más allá de su esfera de control o decisión (fuerza mayor).
Lo
anterior conduce a una conclusión evidente: la responsabilidad objetiva, en la
que sólo se atiende a la realización de los daños y no a la creación de
riesgos, no es ni puede ser una responsabilidad por riesgos; simplemente es una
responsabilidad por haber causado un daño, sea la conducta que lo generó
riesgosa o no, es decir sin entrar a valorar si el agente tuvo o no la
posibilidad de crear, controlar o prever el riesgo: basta que haya ocasionado
el daño para que se le imponga la obligación de indemnizarlo. De ahí que
pretender fundar la responsabilidad estricta o por mera causación en la “teoría
del riesgo creado” no es más que una ostensible impropiedad conceptual.
ii)
En la responsabilidad por actividades peligrosas no sólo existe un deber de no
lesionar los bienes jurídicos ajenos, sino que el daño debe haber sido el
resultado de la creación de un riesgo por el autor; sin que sea necesario
entrar a analizar la incorrección del comportamiento en concreto por violación
a los deberes de prudencia. Lo importante es establecer si el demandado tuvo la
posibilidad de evitar crear el riesgo a la luz de las normas que adjudican
deberes de actuación o establecen una posición de garante o de guardián de la
cosa o actividad: la exigencia de previsibilidad (no de previsión) se predica
del riesgo creado y no del daño ocasionado. La pregunta que hay que resolver en
este caso es si el daño se produjo por la creación de un riesgo que el
ordenamiento jurídico desaprueba en retrospectiva.
La
diferencia entre el criterio de imputación de la responsabilidad objetiva y el
de la responsabilidad por actividades peligrosas radica en la distinción entre
potencia y acto. En la responsabilidad objetiva sólo se mira la producción del
perjuicio, es decir el acto. En la responsabilidad por actividades peligrosas
se atiende, además de la producción del daño, a la potencialidad de creación
del riesgo. Sólo entonces cobra
significado la diferencia entre la responsabilidad estricta (que no toma en
consideración las posibilidades de realización del riesgo según las reglas de
adjudicación) y la responsabilidad por actividades peligrosas prevista en el
artículo 2356 del Código Civil: «Por regla general todo daño que pueda
imputarse…»
“Que pueda imputarse” indica
inequívocamente la potencialidad de realización del riesgo, es decir que el
daño sea imputable; o lo que es lo mismo, que el riesgo que lo ocasiona esté
dentro de las posibilidades de decisión, evitación o control del autor.
La proposición normativa no alude
únicamente al “daño causado” (responsabilidad objetiva), ni al “que ha cometido
delito o culpa” (responsabilidad por culpabilidad); sino al “daño que pueda
imputarse” a la malicia o negligencia de otra persona. La importancia práctica
de esta distinción se patentiza al momento de analizar la incidencia de cada
uno de los intervinientes en la producción del perjuicio de conformidad con las
reglas de adjudicación, o con los patrones de conducta que la víctima estaba
llamada a observar para evitar exponerse al daño.
Esta diferencia diluye la confusión
entre la responsabilidad objetiva y la responsabilidad por actividades
peligrosas; pues la distinción no radica sólo en la circunstancia externa de
que las conductas cobijadas por la primera tienen que estar taxativamente
previstas como tales por el ordenamiento positivo mientras que las segundas no
lo están, sino principalmente en la configuración interna de una y otra, como
ya se explicó. No aceptar esta distinción significaría reconocer que entre
ambas instituciones no existe ninguna diferencia, es decir que la
responsabilidad por actividades peligrosas es idéntica a la responsabilidad
objetiva; y, peor aún, que los jueces pueden crear a su antojo situaciones de
responsabilidad objetiva no previstas por el legislador.
iii)
El nivel de imputación que sigue en orden de exigencia de requisitos
estructurales es el de la responsabilidad por culpabilidad, que además de la
realización del daño, reclama que el agente haya tenido la posibilidad de crear
el riesgo que lo produjo mediante la inobservancia del deber de su evitación
(imputatio facti) más la posibilidad de adecuar su conducta a los deberes
objetivos de prudencia (imputatio iuris).
En tal caso, el artículo 2341 del Código Civil permite exonerarse de
responsabilidad con la prueba de una fuerza mayor, un caso fortuito, la autoría
o participación de la víctima en la creación del riesgo, o la debida diligencia
y cuidado del demandado.
Por
último, existe otro criterio de imputación: el de la conducta intencional o
voluntaria (que presupone libertad máxima o suprema conciencia para
determinarse según los fines deseados), que no está en un nivel más exigente
que el anterior, pues el dolo no es un
requisito necesario para la imputación de la culpabilidad, pero sí es una condición
suficiente. Basta, para que se imponga la obligación de indemnizar, que se
demuestren los mismos requisitos estructurales de la responsabilidad por culpa.
5.
La diferenciación entre riesgo y peligro como presupuesto jurídico de la
imputación.
Para
poder realizar el juicio de atribución del daño al agente responsable hay que
establecer si el resultado de la conducta depende de una elección libre, es decir que hay que averiguar si los daños
pudieron evitarse con una decisión. Por ello hay que establecer quién los
genera y quién los padece, por lo que es necesario distinguir entre quien toma
las decisiones que producen riesgos y quien no puede hacer nada frente a ellas.
«(…)
lo que en un futuro pueda suceder depende de la decisión que se tome en el presente.
Pues en efecto, hablamos de riesgo únicamente cuando ha de tomarse una decisión
sin la cual podría ocurrir un daño. El hecho de que quien tome la decisión
perciba el riesgo como consecuencia de su decisión o de que sean otros los que
se lo atribuyen no es algo esencial al concepto (aunque sí se trata de una
cuestión de definición). Tampoco importa en qué momento ocurre el daño, es
decir, en el momento de la decisión o después. Lo importante para el concepto,
tal y como aquí lo proponemos, es exclusivamente que el posible daño sea algo
contingente; esto es, evitable».
Los
riesgos son producto de una elección que, analizada en retrospectiva por el
juez, se considera desaprobada con relación a una regla de adjudicación que
establece deberes de evitación de daños.
En la medida que las consecuencias lesivas dependan de decisiones, estas
últimas serán un riesgo; y la creación del riesgo permitirá hacer el respectivo
juicio de imputación. «Porque, en efecto, solamente podemos hablar de una
atribución a decisiones cuando es posible imaginar una elección entre
alternativas y esa elección se presenta como algo razonable, independientemente
de que quien tome la decisión se percate o no del riesgo y de la alternativa».
El peligro, por el contrario, es lo que
padece quien no tiene la posibilidad de tomar la decisión que genera el daño, o
sea quien no tiene el poder de su evitación ni de su realización, y tan sólo
puede evitar exponerse a él sin ninguna injerencia en su producción. Los
peligros no son consecuencia de elecciones, porque quien los soporta no tiene
la posibilidad de crearlos; tan sólo puede evitar exponerse a ellos cuando son
previsibles.
«Por
prevención debe entenderse aquí, en general, una preparación contra daños
futuros no seguros, buscando ya sea que la probabilidad de que tengan lugar
disminuya, o que las dimensiones del daño se reduzcan. La prevención se puede
practicar, entonces, tanto ante el peligro como ante el riesgo. Puede también
ocurrir que tomemos precauciones con relación a peligros que no pueden
atribuirse a decisiones propias».
Vistos
desde la perspectiva de quien los padece, los peligros son creación de otros,
por eso quedan por fuera de sus posibilidades de decisión y de imputación. Los
peligros, entonces, no son imputables a las víctimas porque no están dentro de
la órbita de su capacidad de elección.
Los riesgos se atribuyen a las
decisiones, mientras que los peligros se atribuyen a factores externos a la
conducta de quien los padece. De ese modo, «los riesgos que corre (y debe
correr) una instancia de decisión se convierten en un peligro para los
afectados». Los riesgos creados por unos
son el peligro que otros soportan.
La simplicidad de esta distinción
conceptual es de gran utilidad porque si los riesgos se atribuyen a las
decisiones, entonces un peligro, por no ser atribuible a la decisión de quien
lo soporta, no le es imputable; luego, mal podría considerarse a la víctima
autora de un daño que no creó ni tuvo la posibilidad de producir.
Por el contrario, si la víctima
intervino (con o sin culpa) en la creación del riesgo que ocasionó el daño que
sufrió, entonces será considerada autora, partícipe o responsable exclusiva de
su realización, casos en los cuales no habrá lugar a imputarle la
responsabilidad a nadie más que a ella, por ser agente productora de su
autolesión o destrucción, bien sea de manera exclusiva ora con la colaboración
de alguien más. Es un axioma (o
enunciado primitivo) del derecho de la responsabilidad que la autolesión o la
participación de la víctima en su propia desgracia no es una conducta
antijurídica y, por lo tanto, no genera la obligación de indemnizar. De
conformidad con lo establecido en el artículo 2344 del Código Civil, la
coparticipación en la creación de los riesgos que ocasionan daños genera
responsabilidad solidaria y todo perjuicio procedente de la misma será total
responsabilidad de los copartícipes, incluso si entre éstos se encuentra la
víctima.
Ahora bien, cuando la víctima no tuvo la
posibilidad de crear o evitar producir el perjuicio que padeció, pues su
realización estuvo por fuera de su capacidad de elección o decisión, pero sí
pudo haber evitado exponerse al daño imprudentemente, el juicio de atribución
se desplaza de la órbita de los riesgos creados por el agente a la órbita del
propio riesgo que creó la víctima al quebrantar sus deberes de autocuidado. El
juicio anterior de autoría o participación se ubicaba en la perspectiva del
riesgo creado por el agente, que era visto como un peligro para la víctima;
pero ahora, desde la perspectiva de los deberes de conducta de la víctima, se
evalúa su propio riesgo de exponerse al daño creado por otra persona, y en este
ámbito habrá de valorarse su incidencia en el desencadenamiento del resultado
adverso.
Con otras palabras: la víctima es autora
o partícipe exclusiva del riesgo que ocasionó el daño cuando tuvo la
posibilidad de crearlo o de evitar su producción y, por lo tanto, es totalmente
responsable de su propia desgracia. Por el contrario, cuando la víctima no
intervino en la creación del peligro que sufrió porque no estuvo dentro de sus
posibilidades de decisión, elección, control o realización, entonces no puede
considerarse autora o partícipe del daño cuyo riesgo creó otra persona; y en
tal caso sólo habrá de analizarse si se expuso a él con imprudencia, es decir
si creó su propio riesgo mediante la infracción de un deber de conducta
distinto al del agente, pues en este caso los patrones de comportamiento que
hay que analizar son los que le imponen tener el cuidado de no exponerse al
daño. De otro modo no tendría ningún sentido ni utilidad la distinción
estructural entre la figura de la coparticipación solidaria (artículo 2344 del
Código Civil) y la reducción de la indemnización por la exposición imprudente
de la víctima al daño (artículo 2357 ejusdem).
Para decirlo una vez más: la incidencia
de la víctima tiene que analizarse en dos niveles distintos de atribución, pues
su conducta puede encuadrarse o en el instituto de la autoría y la
participación (2341 y 2344) o en el de la exposición imprudente al daño (2357),
dependiendo de si tuvo la posibilidad de evitar producir el riesgo que ocasionó
el perjuicio, o si tuvo la posibilidad de evitar exponerse a él con imprudencia
pero sin haberlo creado: i) en el primero se analizan las condiciones que
dieron origen a la creación del riesgo, caso en el cual todos los copartícipes
son responsables solidarios (incluso la víctima si fue autora o partícipe del
riesgo que ocasionó el daño); ii) en el segundo se analizan las posibilidades
que estaban al alcance de la víctima para evitar exponerse imprudentemente al
daño que otra persona produjo. Esta distinción, como puede advertirse sin
dificultad, es imposible de hacer sin criterios de imputación.
En
resumen:
i) Hay culpa exclusiva de la víctima
cuando ésta creó con imprudencia (o intención) el riesgo que ocasionó el daño
(artículo 2341), o participó con culpa (o dolo) en su producción (artículo
2344). Hay competencia exclusiva de la víctima cuando ésta, sin culpa o dolo,
creó el riesgo que produjo el daño o participó en su creación. En sendos casos la conducta de la víctima exime al demandado
de responsabilidad.
ii) Hay lugar a reducción de la
indemnización cuando la víctima no tuvo ninguna posibilidad de crear el riesgo
que ocasionó el daño o de participar en su producción; pero sí tuvo la
posibilidad de evitar la creación de su propio riesgo de exponerse
imprudentemente al daño que otra persona generó (artículo 2357).
De
lo anterior se concluye que la atribución de un resultado a un agente no
consiste en adivinar intuitivamente en el plano de la causalidad lineal las
condiciones sine qua non que contribuyeron al desencadenamiento de las
consecuencias dañosas, porque para poder imponer al demandado la obligación de
indemnizar y para valorar la incidencia de la conducta de la víctima en la
producción del daño o en su exposición a él sin haberlo creado, no basta
analizar una única “cadena causal” en la que todos los involucrados en el
suceso intervienen de manera indiferenciada y cada uno aporta su porcentaje de
causa, sino que habrán de observarse dos situaciones jurídicas distintas a
partir de los deberes de adjudicación y de conducta que debían cumplir, por
separado, el agente y la víctima.
6. La concurrencia de la actividad
riesgosa desplegada por el agente con la exposición al peligro por parte de la
víctima.
En líneas precedentes se expuso la
distinción entre riesgo y peligro como recurso conceptual para diferenciar el
ámbito de los deberes de adjudicación y de comportamiento del agente, del
ámbito de los deberes de conducta de la víctima.
Se
aclaró que cuando la víctima no crea el riesgo generador del perjuicio ni
participa en su realización entonces el daño no puede imputársele, pues
simplemente sufrió un peligro que no estuvo dentro de sus posibilidades de
evitación o control. En tal caso hay que analizar la conducta del agente a la
luz del ámbito de validez de la norma que le asigna el deber de evitar la
producción del riesgo que ocasionó el daño.
Ahora
bien, analizada la conducta de la víctima no desde la perspectiva del riesgo
que creó el agente, sino desde su propio riesgo de exponerse al daño
imprudentemente, es ostensible que los deberes de conducta que le señala el
ordenamiento son distintos a los que iban dirigidos al demandado; de suerte que
la incidencia de su obrar u omitir habrá de buscarse en el dominio de validez
material de las normas que tuvo la posibilidad de infringir.
Lo anterior conduce a una solución
bastante simple:
La empresa demandada tenía el deber de
no producir daños por electrocución. Ese deber se lo impone el artículo 2356
por el hecho de estar ejercitando una actividad peligrosa, supuesto de hecho
que quedó probado. Además de ello, el enunciado normativo establece que el daño
debe ser imputable a su culpa, es decir que el agente debió tener la
posibilidad de ceñir su conducta a las reglas que le adjudican el deber de
evitación de resultados adversos (no crear riesgos por ser el guardián de la
actividad peligrosa); lo cual también quedó demostrado con los distintos
reglamentos administrativos que le asignan a la empresa las medidas de
seguridad que debió adoptar para impedir la producción de daños por
electrocución.
La
existencia de estas reglamentaciones y su correspondencia con la actividad
peligrosa desplegada por la empresa (por estar cobijada por su ámbito de
validez material) bastan para inferir (en abstracto) que el sistema
organizativo tuvo la posibilidad de adecuar su conducta a los deberes de
evitación del riesgo de electrocución, sin que sea necesario entrar a analizar
en concreto si su comportamiento fue prudente o imprudente, pues –se reitera–
la presunción legal del 2356 impide exonerarse de responsabilidad con la prueba
de la diligencia y cuidado.
Luego,
es irrelevante analizar la corrección o incorrección de la conducta concreta de
la empresa a la luz del cumplimiento o infracción de sus deberes de prudencia,
es decir que no interesa demostrar en el proceso si acató o violó las
reglamentaciones técnicas o administrativas. Por ello, son intrascendentes las
pruebas que el casacionista estimó mal valoradas por el Tribunal, como el
concepto técnico y los documentos que acreditarían la diligencia y cuidado de
la demandada, dado que la eventual demostración de tales hechos no tiene la
aptitud de desvirtuar la conclusión del sentenciador ad quem.
De
ahí que el daño que sufrió la víctima le sea imputable a la empresa como suyo,
por lo que está civilmente obligada a responder por los perjuicios reclamados,
dado que se probaron los presupuestos fácticos del artículo 2356 del Código
Civil.
Respecto
de la incidencia de la conducta de la víctima, ésta no puede analizarse a la
luz de los deberes dirigidos a regular el comportamiento del agente
(reglamentos administrativos para evitar riesgos de electrocución en razón y
con ocasión de la prestación del servicio); sino que hay que analizar si creó
su propio riesgo exponiéndose imprudentemente al peligro que no produjo.
El
nivel de imputación del riesgo de la víctima cuando no realiza una actividad
peligrosa es mucho más riguroso que el del agente; pues el artículo 2357 exige
que para que haya lugar a la reducción de la indemnización debe probarse la
culpa de la víctima en la exposición al daño. En efecto, uno de los elementos
estructurales de esa proposición normativa es la imprudencia del perjudicado;
luego, para dar la consecuencia prevista en esa disposición no basta probar que
la víctima infringió un deber abstracto de evitación del daño, sino que ha de
demostrarse que violó sus deberes de prudencia.
En
la hipótesis de que el lesionado se hubiera encontrado realizando otra
actividad peligrosa, para hacerse merecedor de la reducción de la indemnización
bastaría la prueba de que el daño se produjo por quebrantar el deber de evitar
crear su propio riesgo (según el ámbito de validez material de las normas a él
dirigidas en razón de la actividad que estuviera desplegando), sin adentrarse a
examinar si violó sus deberes de prudencia.
Mas, en el caso que se analiza, poner un marco metálico en un tercer
piso no es de ninguna manera una labor que genere consecuencias catastróficas,
incontrolables e imprevisibles; por lo que jamás ha sido considerada por la
jurisprudencia como una actividad peligrosa.
Así
pues, es completamente irrelevante demostrar, como pretendió la parte
demandada, que la víctima infringió las normas sobre construcción, porque el
ámbito de validez material de éstas no tiene ninguna relación con el daño de
electrocución que aquélla sufrió, sino que está encaminado a la regulación
urbanística de las edificaciones. No hay, por tanto, ninguna correlación de
imputación entre los reglamentos de construcción que debió cumplir el
constructor de la vivienda, y el deber a cargo del occiso de evitar exponerse
al peligro de electrocución. Habría sido distinto si, por ejemplo, el daño que
padeció el accidentado hubiese sido resultado de un derrumbamiento de la
vivienda, caso en el cual la consecuencia lesiva sí habría estado relacionada
con el dominio de validez material de las normas técnicas sobre construcción.
En
la situación que se examina, el difunto no hizo nada distinto a lo que
cualquier persona de mediano entendimiento estaba conminada a realizar para
evitar autolesionarse; pues simplemente se subió al tercer piso de su vivienda,
tomando las medidas de precaución normales para instalar el marco de una
ventana, sin ninguna incidencia en la creación del riesgo de electrocución,
pues este último fue obra exclusiva de la empresa generadora de energía. La
situación habría sido diferente si el lesionado hubiera estado manipulando los
cables de conducción de energía eléctrica, caso en el cual sí estaba llamado a
ajustar su conducta al deber de evitar exponerse a los daños previsibles; tal
como lo adujo el Tribunal en su razonamiento.
Al no estar relacionada la actividad que
ejecutaba la víctima al momento de sufrir el accidente, con el riesgo de
exposición a los daños por electrocución, no puede esperarse que previera un
resultado que le era imprevisible; por lo que las declaraciones que probarían
que estaba manipulando un objeto metálico son irrelevantes para demostrar su
culpa. Desde luego que el occiso podía maniobrar en la terraza de su casa los
objetos que quisiera, sin importar el material del que estuvieran hechos, pues
desde la perspectiva de la labor que desplegaba no tenía ningún deber de prever
que había quedado expuesto al peligro que creó la empresa prestadora del
servicio de energía, es decir que no estaba dentro de sus posibilidades saber
(ni dentro de sus deberes de conducta averiguar) si las redes eléctricas
cumplían o no con las medidas de seguridad necesarias para evitar accidentes de
electrocución.
Luego,
no fue por descuido o negligencia que sufrió la descarga eléctrica que terminó
con su vida, sino porque quedó expuesto, sin imprudencia, al riesgo de
electrocución que la entidad guardiana de la actividad peligrosa creó cuando
tenía el deber jurídico de evitarlo.
Por estas precisas razones, no había
lugar a la declaración de culpa exclusiva de la víctima ni a la reducción de la
indemnización que solicitó la demandada, por lo que la decisión del Tribunal
fue acertada y no incurrió en los errores que denunciaron los cargos que se han
analizado.
Se
niegan, por tanto, los cargos primero y segundo.
TERCER
CARGO
Denunció
la infracción directa de los artículos 1613, 1614, 2341, 2343 y 2356 del Código
Civil, por haberse equivocado el Tribunal al calcular el monto del lucro
cesante futuro sufrido por las demandantes Rita Saboyá y Luz Evelyn Umbarila
Saboyá, pues ese rubro se tasó con la fórmula matemática del lucro cesante
pasado, lo que condujo a multiplicar la base de la liquidación por un factor de
998,5224, cuando lo correcto era multiplicarla por un factor de 6,075.
«La
inaplicación de la fórmula matemática correcta –explicó– llevó al Tribunal a
concederle a la demandante Rita Saboyá un lucro cesante futuro de $206’020.134,
cuando la liquidación por este concepto arroja la suma de $34’379.934».
El
mismo error se cometió al liquidar el lucro cesante futuro de Luz Evelyn
Umbarila, que según el cálculo que efectuó el Tribunal ascendió a $1’253.424,
cuando la cifra correcta es $1’216.571.
El
Tribunal –concluyó– ordenó la reparación del lucro cesante futuro por un valor
muy superior al que realmente correspondía, desconociendo el principio de la
reparación integral, pues terminó otorgándoles a las víctimas una indemnización
mayor que el verdadero daño causado. [Folio 70]
Según
el razonamiento del Tribunal, la póliza sólo cubrió la indemnización por
perjuicios patrimoniales, pero no los extrapatrimoniales. Tampoco cubrió el
lucro cesante porque por disposición del artículo 1088 del Código de Comercio,
este rubro debe ser objeto de un acuerdo expreso, que en el caso que se dejó a
su consideración, no se vislumbra en el clausulado.
En
contra de tal argumento, la censura expresó que la sentencia violó directamente
la ley sustancial porque aplicó al caso concreto una disposición general que no
estaba llamada resolverlo (artículo 1088 del Código de Comercio), y dejó de
aplicar la norma específica que regula la controversia, esto es el artículo
1127 del estatuto mercantil, consagrado para regir las situaciones que caen en
la órbita de los seguros de responsabilidad civil.
De
conformidad con esta última disposición, el seguro de responsabilidad civil
ampara los perjuicios patrimoniales que cause el asegurado, menoscabo que quedó
expresamente cubierto por la póliza, por lo que no había ninguna razón para
excluir, con base en una norma inaplicable al caso, la indemnización por lucro
cesante.
Con
relación al cubrimiento de los perjuicios de estirpe extrapatrimonial, señaló
que el artículo 84 de la Ley 45 de 1990 modificó el texto original del artículo
1127 del Código de Comercio, que imponía al asegurador la obligación de
indemnizar los perjuicios “que sufra el asegurado”, reemplazándola por la
expresión “que cause el asegurado” con motivo de la responsabilidad civil en la
que incurra. No obstante, el simple cambio de una palabra no es razón para
considerar que la modificación normativa alteró el significado y función de
esta clase de seguros, encaminados a proteger el patrimonio del asegurado, que
es el titular del interés asegurable; por lo que se debe entender que la
suplantación del término “sufrir” por el de “causar”, no fue más que un
lamentable descuido del legislador.
En
consecuencia, se debe entender que toda erogación que realice el asegurado con
ocasión de una condena de responsabilidad civil en su contra, es para él un
detrimento patrimonial o daño emergente que está comprendido dentro del riesgo
asegurado por la póliza de responsabilidad civil; mientras que un entendimiento
contrario, como el razonamiento al que llegó el Tribunal, comportaría una
desnaturalización de esta tipología de seguro, además de una evidente violación
de la equidad.
Por
tal motivo, se debe colegir que la póliza cubrió dentro del concepto de
“perjuicios patrimoniales”, todas las erogaciones que fueron ordenadas por la
sentencia de condena, sin importar la especie de daño que representó para cada
una de las víctimas.
CONSIDERACIONES
1.
El Título V del Decreto 410 de 1971 (Código de Comercio) regula lo concerniente
al contrato de seguro como institución del derecho privado de la más digna
atención y vigilancia por parte del Estado, debido a la trascendental función
social y económica que cumple esa relación comercial.
De
conformidad con lo estipulado por el artículo 1045 del estatuto de los
comerciantes, los elementos estructurales del contrato de seguro son: 1º) el
interés asegurable; 2º) el riesgo asegurable; 3º) la prima o precio del seguro;
y 4º) la obligación condicional del asegurador. «En defecto de cualquiera de
estos elementos, el contrato de seguro no producirá efecto alguno».
Puede
afirmarse sin ninguna duda que el riesgo asegurable es el elemento más
característico del contrato de seguro, teniendo en cuenta que no forma parte de
ningún otro tipo de acuerdo de voluntades.
Así
como el concepto de riesgo es inherente al instituto de la responsabilidad
civil extracontractual, el riesgo asegurable es inmanente al contrato de seguro.
De hecho, ambas instituciones son hijas de la mentalidad europea moderna, pues
antes del siglo XV el tratamiento de la fatalidad aún no había sido
racionalizado, y ni siquiera hay rastros escritos del uso de la palabra
‘riesgo’ o sus equivalencias etimológicas en las demás lenguas romances. «No
será sino hasta el largo período de transición que va desde la Edad Media hasta
los inicios de la Modernidad cuando se empezará a hablar de riesgo».
Sólo
cuando surgió en la mentalidad del hombre moderno la conciencia de la
probabilidad como cálculo racional, fue
posible la idea de riesgo como noción abstracta de la institución económica del
seguro, tal como se la concibe en la actualidad; es decir como justificación de
la ganancia empresarial por medio de la absorción del margen de incertidumbre
gracias al cálculo cuantitativo de probabilidades. Los modelos cuantitativos
del cálculo del riesgo asegurable toman su orientación de las expectativas de
utilidad sobre el parámetro del umbral de catástrofe, que permite medir
objetivamente las acciones como de alto o bajo riesgo. De ahí que el riesgo de
la institución del seguro es, principalmente, una cuestión de medida o razón
instrumental.
El
concepto de riesgo como medida cuantitativa o cálculo de costos y beneficios
con base en pronósticos matemáticos no es ni puede ser funcionalmente
equiparable a la noción de riesgo de la responsabilidad extracontractual,
porque ésta no está sometida al criterio económico de mejor utilización de las
oportunidades. La responsabilidad civil no es una forma característica de
distribuir costos para lograr la eficiencia. Es innegable que el trabajo
actuarial sólo es factible cuando hay un número de casos suficiente para
evaluar el grado de desviación; pero en el derecho de la responsabilidad civil
las estadísticas de daños son irrelevantes, porque de lo que se trata no es de
repartir los gastos de indemnizaciones entre la población asegurada, sino de
establecer el vínculo jurídico que surge entre dos partes en razón de una
situación única y concreta valorada previamente como antijurídica por el
ordenamiento.
El
concepto de riesgo de la responsabilidad civil no depende de una operación
racional técnico-financiera, sino de las posibilidades de decisión de los
agentes, dado que se es civilmente responsable no porque algo salga mal según
los designios del azar sino porque pudo haberse actuado de modo jurídicamente
correcto. Los daños deben ser evitados no porque puedan ser el resultado de las
fuerzas ocultas de la naturaleza sino porque son atribuibles a decisiones que
pueden prever fracasos y errores de conducta o de prudencia.
El
daño de la responsabilidad civil no se determina por exceder un marco usual de
costos o zona de ganancia, sino porque provoca una situación que, analizada en retrospectiva,
se valora como el resultado de una decisión contraria a los deberes jurídicos
de adjudicación y de prudencia: una decisión jurídicamente reprobable puede ser
correcta y deseable en términos económicos, o viceversa.
Por
estas razones, no es dable confundir el riesgo de la responsabilidad civil con
el riesgo entendido como cálculo cuantitativo, propio de la institución del
seguro; pues ambos sistemas tienen criterios de adecuación de sentido distintos
que cambian el significado de los hechos que para uno u otro tienen relevancia
jurídica, aun cuando compartan la misma referencia semántica.
A
pesar de que ambas instituciones se erigieron sobre el concepto de riesgo, el
significado de éste no es el mismo en uno y otro caso, porque pertenecen a niveles
de sentido distintos con diferentes claves operacionales: la clave binaria de
la responsabilidad civil es la de riesgo-peligro, para diferenciar el ámbito de
la imputación del agente del ámbito de lo que no puede imputársele a una
persona, dado que la atribución de un resultado depende de la posibilidad de
tomar una decisión o elección racional que produce daños o evita crearlos. La
clave operacional del derecho de seguros es, en cambio, la de
riesgo-incertidumbre, toda vez que el
riesgo asegurable no depende de las decisiones o posibilidades de elección del
tomador, asegurado o beneficiario. El riesgo asegurable no es el acontecimiento
incierto sino las consecuencias lesivas previstas en el contrato que el
acontecimiento incierto pudiera acarrear.
De
ese modo es posible definir el riesgo asegurable como la probabilidad de que se
produzca un evento dañoso previsto en el contrato y que da lugar a que el
asegurador indemnice el perjuicio sufrido por el asegurado o cumpla con la
prestación convenida.
El
riesgo asegurable es una probabilidad matemática o estadística, mientras que el
riesgo de la responsabilidad civil es una posibilidad de elección entre
alternativas. Este último depende por completo de la capacidad de decisión del
sujeto; en tanto que aquél es ajeno a la voluntad del tomador, del asegurado o
del beneficiario (artículo 1054 del Código de Comercio).
Ahora
bien, como los dos sistemas obedecen a criterios de adecuación de sentido
distintos, se trata de dos niveles de observación que no pueden confundirse, de
suerte que los hechos con relevancia jurídica valorados en uno de esos órdenes
no tienen el mismo significado jurídico dentro del otro nivel. Confundir el
significado de los conceptos de los dos niveles de indicación quiere decir que
no se está teniendo en cuenta la distinción; lo que derivaría en un argumento
inconsistente.
En
concreto, hay que admitir que tanto la responsabilidad civil extracontractual
como los seguros de daños tienen como finalidad indemnizar los perjuicios
derivados del acaecimiento de un hecho incierto. El concepto de indemnización
tiene en ambos casos la misma referencia semántica, es decir reparar,
restaurar, resarcir o crear una situación material (generalmente de carácter
pecuniario) equivalente a la que existiría si el daño no se hubiera producido.
A
pesar de que la referencia semántica es igual, pues en uno u otro caso la
indemnización se refiere al mismo hecho de la experiencia (resarcir el daño
ocasionado o mantener indemne o exento de daño); su sentido no es el mismo en
ambos niveles de significado (homonimia construccional), pues en la
responsabilidad civil extracontractual la indemnización se rige por el
principio de reparación integral (artículo 16 de la Ley 446 de 1998), de manera
que el juez tiene la obligación de ordenar la indemnización plena y ecuánime de
los perjuicios que sufre la víctima y les son jurídicamente atribuibles al
demandado, con el fin de que éste retorne a una posición lo más parecida
posible a aquélla en la que habría estado de no ser por la ocurrencia del hecho
dañoso. Los seguros de daños, por su parte, a pesar de estar reconocidos como
de mera indemnización, no se rigen por el postulado de la reparación integral
sino por el principio de la autonomía privada, porque la obligación del
asegurador no implica hacerse cargo de todas las consecuencias lesivas que el
siniestro haya provocado, sino únicamente de aquéllas que estén previstas en el
contrato de seguro o la ley, hasta concurrencia de la suma asegurada (artículo
1079 del Código de Comercio), y se hayan causado dentro del plazo convenido.
El límite de la indemnización en la
responsabilidad civil son los daños sufridos por la víctima que logren probarse
en el proceso; mientras que en el seguro de daños es el que resulta de las
condiciones del contrato de seguro, los alcances de la cobertura otorgada y el
valor real del interés asegurado en el momento del siniestro, o del monto
efectivo del perjuicio patrimonial sufrido por el asegurado o el beneficiario
(artículo 1089 del Código de Comercio).
Como
puede advertirse sin dificultad, ambos institutos comparten el mismo concepto
de indemnización o indemnidad; pero el sentido de éste no es el mismo en los
dos niveles de observación.
Lo
mismo acontece con los conceptos de daño emergente y lucro cesante, referidos a
la pérdida que sufre el acreedor y a la falta de ganancia –respectivamente–,
como consecuencia del retardo o el incumplimiento del contrato, o bien del daño
ocasionado a la víctima en las obligaciones de origen extracontractual. Aun
cuando ambas nociones se refieren a una idéntica situación en la realidad, no
cumplen la misma función para el instituto de la responsabilidad civil y para
los seguros de daños, por lo que su sentido no es igual en las dos estructuras
nivelares.
En
efecto, en lo que respecta a la reparación de los perjuicios patrimoniales en
la responsabilidad extracontractual, el daño emergente es la mengua que la
víctima sufre en su fortuna como consecuencia del hecho dañoso, mientras que el
lucro cesante es la frustración de los beneficios legítimos que habría
percibido si hubiera permanecido indemne. Por su parte, en los seguros de
daños, incluidos los de responsabilidad civil contractual o extracontractual
(artículo 1127 del Código de Comercio), el daño emergente es la erogación
pecuniaria que tiene que solventar el asegurado –y en la cual se subroga el
asegurador– para indemnizar todos los daños que haya causado a la víctima,
independientemente de la tipología que les corresponda dentro del sistema de la
responsabilidad civil; mientras que el lucro cesante es el beneficio legítimo
que el asegurado deja de recibir cuando paga a la víctima la prestación que
está a cargo del asegurador, lo cual podría ocurrir, por ejemplo, en los
seguros de reembolso; con la limitación de que en estos casos el lucro cesante
deberá ser objeto de acuerdo expreso, tal como lo prevé el artículo 1088 del
Código de Comercio.
De
otro modo no tendría ningún sentido la indicación que hace la citada
disposición cuando advierte que ella surte efectos “respecto del asegurado”:
«Respecto
del asegurado, los seguros de daños serán contratos de mera indemnización y
jamás podrán constituir para él fuente de enriquecimiento. La indemnización
podrá comprender a la vez el daño emergente y el lucro cesante, pero éste
deberá ser objeto de un acuerdo expreso».
“Respecto
del asegurado” quiere decir, en el contexto del enunciado normativo, dos cosas:
i)
que la indemnización tiene que valorarse con relación al asegurado, o sea que
el objeto de este seguro es mantener su patrimonio indemne o protegido del
menoscabo que llegare a sufrir como consecuencia de los daños ocasionados a la
víctima o beneficiario. De ahí que esta Sala haya precisado que por medio de
esta clase de seguro el amparado tiene «la posibilidad de obtener la reparación
del detrimento que sufra en su patrimonio a causa del acaecimiento del
siniestro». De manera que la
indemnización al asegurado no puede analizarse desde la perspectiva de los
rubros que ha de recibir la víctima de la responsabilidad civil, sino desde el
punto de vista de la indemnidad a la que el asegurado tiene derecho en virtud
del contrato de seguro.
ii) que esta especie de seguros no puede
ser causa de enriquecimiento para el asegurado; pero sí puede serlo –y de hecho
lo es– para el asegurador, pues ellos constituyen el objeto de su negocio o
fuente de ganancia.
De
lo anterior se concluye que las distintas tipologías de perjuicios en la
responsabilidad civil extracontractual no tienen el mismo significado en el
contexto del seguro de daños, pues lo que para aquélla son dos conceptos
distintos (daño emergente y lucro cesante), en éste corresponde a un mismo
rubro (daño emergente). En estricto sentido, una vez el demandado es declarado
responsable, la condena a resarcir los perjuicios le representa un daño
emergente, en tanto comporta una erogación que se ve conminado a efectuar y no
una ganancia o lucro que está legítimamente llamado a percibir.
2. Ahora bien, es cierto que el artículo
1127 del Código de Comercio definía en su redacción original el seguro de
responsabilidad como aquél que «impone a cargo del asegurador la obligación de
indemnizar los perjuicios patrimoniales que sufra el asegurado con motivo de
determinada responsabilidad en que incurra de acuerdo con la ley». [Se resalta]
También es verdad que esa disposición
fue modificada por el artículo 84 de la Ley 45 de 1990 (texto que corresponde
al vigente), en el siguiente sentido: «El seguro de responsabilidad impone a
cargo del asegurador la obligación de indemnizar los perjuicios patrimoniales
que cause el asegurado con motivo de determinada responsabilidad en que incurra
de acuerdo con la ley y tiene como propósito el resarcimiento de la víctima, la
cual en tal virtud, se constituye en el beneficiario de la indemnización, sin
perjuicio de las prestaciones que se le reconozcan al asegurado».
De
la comparación entre la redacción original de la norma y la introducida por la
Ley 45 de 1990 se concluye que la razón de la reforma legal fue adicionarle al
propósito de este contrato el resarcimiento de la víctima, quien pasó a ser
beneficiaria de la indemnización y titular de un mecanismo directo para obtener
el pago del seguro, dado que en su acepción primigenia el seguro de
responsabilidad civil no era «un seguro a favor de terceros», por lo que en tal
virtud el damnificado carecía «de acción directa contra el asegurador»
(artículo 1133 anterior).
Bajo
su concepción original, el único fin de ese convenio era indemnizar al
asegurado por los eventuales costos que tuviera que pagar a terceros en razón
de los perjuicios que les ocasionaran sus acciones u omisiones antijurídicas.
Pero con la entrada en vigencia de la Ley 45 de 1990 esa situación cambió al
ser el resarcimiento de la víctima el propósito principal de ese contrato. De
ese modo, según el artículo 1133 vigente, los damnificados pasaron a tener
acción directa contra el asegurador, sin que ello signifique que la función de
mantener indemne al asegurado haya desaparecido.
Quiso
la ley procurar la tutela eficaz de los derechos del damnificado, pero nada
más; de ahí que no hay motivo para afirmar que desapareció la razón de ser de
este tipo de aseguramiento, cual es la de servir como protección de la
indemnidad patrimonial del asegurado, quien precisamente acude a dicha
modalidad para precaverse de las erogaciones pecuniarias que deba hacer como consecuencia
de la responsabilidad civil en la que incurra.
En
esa línea de pensamiento, la jurisprudencia de esta Sala se ha pronunciado de
manera consistente, señalando que la modificación legal no alteró el objeto ni
la finalidad propia del seguro de responsabilidad. Al respecto, sostuvo:
«Con
la reforma introducida por la ley 45 de 1990, cuya ratio legis, como ab-initio
se expuso, reside primordialmente en la defensa del interés de los damnificados
con el hecho dañoso del asegurado, a la función primitivamente asignada al
seguro de responsabilidad civil se aunó, delantera y directamente, la de
resarcir a la víctima del hecho dañoso, objetivo por razón del cual se le
instituyó como beneficiaria de la indemnización y en tal calidad, como titular
del derecho que surge por la realización del riesgo asegurado, o sea que se radicó en el damnificado el
crédito de indemnización que pesa sobre el asegurador, confiriéndole el derecho
de reclamarle directamente la indemnización del daño sufrido como consecuencia
de la culpa del asegurado, por ser el acreedor de la susodicha prestación, e
imponiendo correlativamente al asegurador la obligación de abonársela, al
concretarse el riesgo previsto en el contrato…
(…)
El propósito que la nueva reglamentación le introdujo, desde luego, no es, per
se, sucedáneo del anterior, sino complementario, "lato sensu", porque
el seguro referenciado, además de procurar la reparación del daño padecido por
la víctima, concediéndole los beneficios derivados del contrato, igualmente
protege, así sea refleja o indirectamente, la indemnidad patrimonial del
asegurado responsable, en cuanto el asegurador asume el compromiso de
indemnizar los daños provocados por éste, al incurrir en responsabilidad,
dejando ilesa su integridad patrimonial, cuya preservación, en estrictez, es la
que anima al eventual responsable a contratar voluntariamente un seguro de esta
modalidad».
Al
mismo tiempo que el seguro de responsabilidad civil resguarda el pago de la
indemnización a que tiene derecho el beneficiario, también protege la
integridad del patrimonio del asegurado.
De
modo que una interpretación de la regulación del seguro de responsabilidad
civil que desconozca, suprima o aminore su función originaria en cuanto a la
protección patrimonial del asegurado, desnaturalizaría el contenido esencial de
dicho convenio y particularmente la función con la que fue concebido por la
ley, en demérito de la confianza que el asegurado deposita en esa modalidad de
aseguramiento.
Luego,
como el propósito del legislador no fue otro que otorgarle a los damnificados
acción directa contra el asegurador, es lógico que desde la perspectiva de las
víctimas los daños que éstas sufren son causados por el asegurado. Por
consiguiente, para conservar la coherencia de la redacción del artículo 1127
del Código de Comercio, fue necesario cambiar la expresión que indicaba que el
seguro de responsabilidad «impone a cargo del asegurador la obligación de
indemnizar los perjuicios patrimoniales que sufra el asegurado», por la actual
que establece que dicho contrato «impone a cargo del asegurador la obligación
de indemnizar los perjuicios patrimoniales que cause el asegurado» con ocasión
de esa responsabilidad.
Es
ostensible que desde la perspectiva de los damnificados en el nivel de la
responsabilidad civil, ellos son quienes sufren los daños y no quienes los
causan. Mas, desde la óptica del contrato de seguro, los daños que causa el
asegurado son los mismos que éste sufre en su patrimonio cuando queda obligado
a pagar la indemnización.
De
lo anterior se concluye que no es admisible interpretar el artículo 1127 del
Código de Comercio como si prescribiera que el asegurador únicamente está
obligado a indemnizar los perjuicios patrimoniales que sufre la víctima como
resultado de una condena de responsabilidad civil, sino que hay que seguir
interpretándolo en su acepción original, esto es desde el nivel de sentido del
contrato de seguro, según el cual el asegurador está obligado a mantener al
asegurado indemne de los daños de cualquier tipo que causa al beneficiario del
seguro, que son los mismos que el asegurado sufre en su patrimonio, tal como se
explicó líneas arriba y fue reconocido por esta Corte en fallo reciente, en el
que indicó:
«El
perjuicio que experimenta el responsable es siempre de carácter patrimonial,
porque para él la condena económica a favor del damnificado se traduce en la
obligación de pagar las cantidades que el juzgador haya dispuesto, y eso
significa que su patrimonio necesariamente se verá afectado por el cumplimiento
de esa obligación, la cual traslada a la compañía aseguradora cuando
previamente ha adquirido una póliza de responsabilidad civil.
En
consecuencia, los daños a reparar (patrimoniales y extrapatrimoniales)
constituyen un detrimento netamente patrimonial en la modalidad de daño
emergente para la persona a la que les son jurídicamente atribuibles, esto es,
para quien fue condenado a su pago».
3.
El Tribunal, por lo tanto, cometió un error al negar la condena en contra de la
aseguradora llamada en garantía con fundamento en la interpretación que hizo de
los artículos 1088 y 1127 del Código de Comercio, según la cual la
indemnización a su cargo no comprendía el daño moral inferido a los demandantes
por ser de carácter extrapatrimonial, ni el lucro cesante por ausencia de
estipulación expresa.
Al
razonar de esa forma, desconoció que los perjuicios patrimoniales de que trata
el 1127 son los que el asegurado causa al damnificado, es decir los mismos que
aquél sufre en razón del pago de la indemnización a su cargo. De igual manera
pasó por alto que el daño emergente al que alude el artículo 1088 ejusdem no es
visto desde la perspectiva de la tipología de los daños que sufre la víctima
según el sistema de la responsabilidad extracontractual, sino en el contexto
del daño que sufre el asegurado en el nivel de sentido del contrato de seguro.
En
consecuencia, al interpretar erróneamente ambas disposiciones, dejó de aplicar
el artículo 1127 ibidem, incurriendo de ese modo en una violación directa de
las normas sustanciales que denunció el cargo que se viene examinando.
Por
las razones expuestas, prospera el cuarto cargo, por lo que la sentencia del
Tribunal tiene que modificarse en el sentido de condenar a la aseguradora
llamada en garantía al pago de la condena en perjuicios a favor de los
demandantes más los costos del proceso, tal como lo dispone el artículo 1128
del Código de Comercio; menos el deducible pactado en la póliza.
DECISION
la
Corte Suprema de Justicia, en Sala de Casación Civil, , CASA PARCIALMENTE la sentencia proferida el trece de noviembre de
dos mil trece, por la Sala Civil del Tribunal Superior del Distrito Judicial de
Bogotá; y en sede de instancia MODIFICA su parte resolutiva, que quedará así:
«PRIMERO.
REVOCAR la sentencia proferida el 19 de marzo de 2013 por el Juzgado Noveno
Civil del Circuito de Descongestión de Bogotá.
SEGUNDO.
DECLARAR civilmente responsable a Codensa S.A. E.S.P. por los daños que la
muerte del señor José del Carmen Umbarila Garzón ocasionó a los demandantes.
TERCERO.
CONDENAR a Codensa S.A. E.S.P. a pagar a los demandantes, las siguientes sumas
de dinero:
-
Para Rita Saboyá Cabrera: $143’497.852
- Para Luz Evelyn Umbarila Saboyá: $
53’670.613
- Para Jheyson Umbarila Saboyá: $
44’642.850
- Para Joseph Umbarila Saboyá: $
40’208.645
- Para Jhon Richard Umbarila Saboyá: $
40’208.645
-----------------------
Para
una condena total de $322’228.605
CUARTO.
CONDENAR a la Aseguradora demandada a pagar solidariamente la totalidad de las
anteriores sumas de dinero más la condena en costas, descontando el deducible
de noventa y nueve mil dólares de los Estados Unidos de América (USD 99.000)
que se pactó en la póliza.
QUINTO.
CONDENAR a la empresa demandada al pago de las costas de ambas instancias. Las
de primera, deberán ser liquidadas por el juzgado de conocimiento. Las de
segunda instancia se liquidarán por Secretaría, incluyendo como agencias en
derecho la suma de $16’000.000».
Hasta
una próxima oportunidad.
Omar Colmenares trujillo
Abogado Analista.
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