martes, 6 de noviembre de 2018

BONA FIDES




BONA FIDES


Principio de buena fe



Es un principio general del derecho, consistente en el estado mental de honradez, de convicción en cuanto a la verdad o exactitud de un asunto, hecho u opinión, título de propiedad, o la rectitud de una conducta. Exige una conducta recta u honesta en relación con las partes interesadas en un acto, contrato o proceso. Además de poner al bien público sobre el privado dando a entender que se beneficiará las causas públicas sobre la de los gobernadores o sectores privados.

Para efectos del derecho procesal, Eduardo Couture lo definía como la “calidad jurídica de la conducta legalmente exigida de actuar en el proceso con probidad, con el sincero convencimiento de hallarse asistido de razón”. En este sentido, este principio busca impedir las actuaciones abusivas de las partes, que tengan por finalidad alargar un juicio.

La buena fe es aplicada en diversas ramas del derecho. En el derecho civil, por ejemplo, a efectos de la prescripción adquisitiva de un bien, en virtud del cual a quien lo ha poseído de buena fe se le exige un menor tiempo que a aquel que lo ha hecho de mala fe. En general, en las diversas ramas del derecho reciben un tratamiento diferenciado las personas que actuaron de buena o de mala fe.

En los circuitos políticos del siglo en curso (generalmente latinoamericanos), se utiliza la denominación "probidad" como condición de bondad, rectitud o transparencia en el proceder de los empleados públicos; puede contraponerse al término "corrupción".

El principio de la buena fe es un principio constitucional que obliga a que las autoridades públicas y a la misma ley,  presuman la buena fe en las actuaciones de los particulares.

Recordemos lo que dice el artículo 83 de la constitución política colombiana, sobre el principio de la buena fe:

Las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de buena fe, la cual se presumirá en todas las gestiones que aquéllos adelanten ante éstas.

Sobre este principio la Corte constitucional ha realizado interesantes exposiciones, y una de ellas contenida en la sentencia C-544 de 1994, que en su parte pertinente dice:

“La buena fe ha sido, desde tiempos inmemoriales, uno de los principios fundamentales del derecho, ya se mire por su aspecto activo, como el deber de proceder con lealtad en nuestras relaciones jurídicas, o por el aspecto pasivo, como el derecho a esperar que los demás procedan en la misma forma.  En general, los hombres proceden de buena fe: es lo que usualmente ocurre.  Además, el proceder de mala fe, cuando media una relación jurídica, en principio constituye una conducta contraria al orden jurídico y sancionada por éste. En consecuencia, es una regla general que la buena fe se presume: de una parte es la manera usual de comportarse; y de la otra, a la luz del derecho, las faltas deben comprobarse.  Y es una falta el quebrantar la buena fe.

Teniendo en cuenta lo anterior, a primera vista, el artículo transcrito parecería inútil.  ¿Por qué se incluyó en la Constitución? La explicación es sencilla: se quiso proteger al particular de los obstáculos y trabas que las autoridades públicas, y los particulares que ejercen funciones públicas, ponen frente a él, como si se presumiera su mala fe, y no su buena fe.  En la exposición de motivos de la norma originalmente propuesta, se escribió:


"La buena fe, como principio general que es, no requiere consagración normativa, pero se hace aquí explícita su presunción respecto de los particulares en razón de la situación de inferioridad en que ellos se encuentran frente a las autoridades públicas y como mandato para éstas en el sentido de mirar al administrado primeramente como el destinatario de una actividad de servicio.  Este mandato, que por evidente parecería innecesario, estaría orientado a combatir ese mundo absurdo de la burocracia, en el cual se invierten los principios y en el cual, para poner un ejemplo, no basta con la presencia física del interesado para recibir una pensión, sino que es necesario un certificado de autoridad que acredite su supervivencia, el cual, en ocasiones, tiene mayor valor que la presentación personal". (Gaceta Constitucional No. 19. Ponentes: Dr. Alvaro Gómez Hurtado y Juan Carlos Esguerra Potocarrero.  Pág 3)




EL PRINCIPIO DE BUENA FE EN EL DERECHO ROMANO

El análisis de este principio en la historia del Derecho Romano debe distinguir dos etapas en las que tiene significados diferentes, la etapa clásica y la postclásica. En la primera la buena fe se predica principalmente de las acciones o juicios, y sirve para distinguir entre las acciones o juicios de buena fe de aquellos otros llamados de derecho estricto, de suerte que la buena fe es fundamentalmente una cualidad que tienen ciertos juicios y que comporta un determinado modo o método de juicio. En la segunda, la buena fe se predica como una cualidad de los contratos o bien se sustantiviza, convirtiéndose en un principio jurídico del cual derivan reglas o prescripciones de carácter imperativo; el principio de buena fe comienza a entenderse en esta etapa posclásica como un principio rector de la conducta. Son dos concepciones diferentes del mismo principio de buena fe (una lo entiende como método de juicio, la otra como regla de conducta), no necesariamente opuestas o contradictorias, si bien cada una tiene su propio contenido y sus peculiares consecuencias.

La  fides es un principio fundamental del Derecho Romano que enuncia el deber de toda persona de respetar y cumplir su palabra. La fides, se entiende como un principio vigente en todos los pueblos, es decir de ius gentium y no como un principo exclusivo de los romano. Es fuente de deberes jurídicamente sancionados en actos que carecen de la forma jurídica necesaria, como la fidepromissio que vale, por la fides aunque carezca de la forma propia de la sponsio.  Puede considerarse que el mismo principio, la fides o lealtad a la palabra, es la causa de las obligaciones derivadas de los contratos consensuales.[2]

Distinta de ella es la bona fides que aparece en la fórmula de algunas acciones. Las acciones de buena fe que se conocen en el Edicto del pretor eran éstas: la acción del antiguo negocio de fiducia, que parece haber sido la matriz de las demás acciones de buena fe, las acciones de los cuatro contratos consensuales (mandato, sociedad, compraventa y arrendamiento), la del depósito, la acción de gestión de negocio ajeno y las acciones de tutela (para exigir cuentas al tutor) y la de dote (actio rei uxoriae para exigir la restitución de la misma).

Se dan estas acciones originalmente respecto de  relaciones jurídicas bilaterales, entendida esta cualidad en el sentido de que las dos partes están recíprocamente obligadas. Así sucede claramente en los contratos consensuales y llegó a suceder en el negocio de fiducia; igualmente en la acción de gestión de negocio ajeno, donde se da una bilateralidad como la del mandato, aunque las obligaciones no se adquieren por el consentimiento sino por el acto de la gestión de un negocio ajeno. En cuanto a la acción de tutela y la de dote no se puede hablar que sancionen obligaciones recíprocas, como los contratos, pero sí una cierta bilateralidad en el sentido de que tanto el tutor demandado, como el marido al que se le exige la dote, pueden oponer a las pretensiones del actor el pago de algunos gastos o la retención de ciertos bienes.

El hecho de que las acciones de buena fe se refieran a obligaciones recíprocas es, siguiendo a Álvaro d’Ors,[3]  la causa que generó su diferenciación respecto de las otras acciones que sancionan obligaciones unilaterales. La naturaleza de la relación condiciona la naturaleza de la acción.

La característica principal de las acciones de buena fe es que en su fórmula se indicaba al juez que condenara al demandado, en caso de que el actor probara la existencia del incumplimiento de alguna obligación contractual, a todo lo que debiera dar o hacer según la buena fe (quidquid dare facere oportet ex fide bona) por causa del contrato en cuestión. Los mismos términos de la fórmula permitían al juez cierta libertad para determinar el monto de la condena, a diferencia de las otras acciones de derecho estricto en las que el juez estaba constreñido a condenar al pago de una cantidad determinada de dinero, si la deuda era dineraria, o a la estimación pecuniaria de lo que la cosa en cuestión valiera (quanti ea res est, fuit, erit).

Esta bona fides  a que se refieren las fórmulas de las acciones contractuales no es la causa de la que deriva la obligación contractual, la cual es efecto del mero consentimiento informal, es decir de la sola  fides. No es el principio ético del cual derivan las obligaciones contractuales, sino que es un criterio de decisión judicial y por eso, en el Derecho Clásico, la bona fides  califica las acciones y no las obligaciones. Las acciones contractuales son acciones de buena fe (bonae fidei iudicia), pero no se dice que las obligaciones contractuales sean obligaciones de buena fe. La buena fe, como en mi opinión lo ha demostrado Carcaterra, no es fuente del deber jurídico.[4]

En la fórmula de las acciones de buena fe se indica que el juez condene a quidquid …dare facere oportet ex fide bona… condemna (a todo lo que deba dar o hacer según la buena fe …condena). La mención de la bona fides en la fórmula no es una expresión del fundamento del deber, pues la causa de la deuda es el contrato (que va mencionado en la demonstratio de la fórmula), y la causa de éste, si se quiere indagar más allá de la consensualidad, es la fides. Esas palabras en la fórmula de la acción le indican al juez que la determinación del monto de la condena debe hacerla de conformidad con el criterio de verificar no solo si las partes cumplieron o no sus obligaciones contractuales (lo cual es propio de la fides), sino si cumplieron bien, con esmero (con bona fides).[5]  Son palabras que se refieren, no a la intentio de la fórmula, al deber de dar o hacer (dare facere oportet), si no a la condemnatio al modo de determinar cuánto es lo que se debe.[6]

En estos juicios el juez tiene mayor libertad para juzgar el caso permitiéndole un papel más activo (un liberum officium), sin que esto signifique que tiene poderes normativos o discrecionales, que a su libre arbitrio emplea o deja de emplear. La propia instrucción que recibe en la fórmula de condenar al demandado a todo lo que deba por causa del contrato, por ejemplo, le permite y a la vez le impone el deber de considerar las deudas que el actor pudiera tener con el actor por causa del mismo contrato y, en consecuencia, de condenar al saldo que resulte después de compensar las deudas. El hacer la compensación no es una facultad discrecional que el juez pueda ejercer o no, si no simplemente una consecuencia que deriva de la propia naturaleza bilateral de las relaciones contractuales que son objeto de los juicios de buena fe.

La libertad que tiene el juez es la de condenar haciendo, como dice Carcaterra,[7] una interpretatio plenior, es decir una indagación e interpretación del asunto en cuestión más profunda y comprehensiva. Esto no quiere decir, como advierte este autor, que en estos juicios el juez deba remitirse a ciertas normas éticas o que reciba poderes normativos. Se trata simplemente, y jurídicamente, de que el juez saque las consecuencias que derivan de los términos de la fórmula, así como de los términos en que se convino el negocio en cuestión y procure que se obtenga el resultado práctico querido por las partes.

El contenido específico de este criterio para determinar la condena, cabe suponer que se fue desarrollando del mismo modo que en general evolucionó el Derecho clásico, es decir casuísticamente, especialmente por medio de las decisiones judiciales y las respuestas de los jurisconsultos.  Es posible, como señala el propio Carcaterra, que el principio de esta evolución fueran las palabras de la fórmula de la acción de fiducia, que fue la primera de las acciones de buena fe. De acuerdo con un texto de Cicerón, (De off. 3,15,60 y 3,17,70) en esa fórmula en vez de las palabras ex fide bona, aparecían estas  otras: ut inter bonos bene agier oportet et sine fraudatione (que entre hombres buenos debe obrarse rectamente  y sin engaño).[8] Hay en esa fórmula antigua dos indicaciones para el juicio: una es que el juez examine si el comportamiento de las partes al cumplir el contrato es un comportamiento recto o semejante al de un hombre bueno. La otra es que las partes deben actuar sin defraudarse entre ellas (sine fraudatione).

Además de los criterios de juicio derivados de la fórmula ex fide bona, se fueron dando otros que derivaron de la naturaleza consensual y bilateral de las relaciones contractuales.

Se pueden presentar al fin de esta evolución que la buena fe como criterio de juicio contiene los siguientes criterios concretos derivados de la fórmula o del contrato mismo.

a)   La diligencia en el cumplimiento. En las acciones de buena fe no se trata solamente, como en las acciones de derecho estricto, de verificar si el deudor cumplió o no la palabra empeñada, pues lo que se procura es que el juez verifique si la cumplió como lo haría un hombre bueno, es decir si la cumplió bien.  Es por lo tanto una medida más exigente del cumplimiento de las obligaciones, que la que se aplica a un deudor de una obligación sancionada por una acción de derecho estricto quien, por ejemplo, saldría absuelto si no puede entregar la cosa prometida que se perdió sin dolo suyo,  en tanto que el deudor de una obligación contractual sancionada por una acción de buena fe quedaría condenado en el misma caso por no haber obrado con la diligencia debida.

La razón de esta mayor exigencia no es  el castigo del deudor, si no la naturaleza misma del contrato como obligación recíproca, que supone que ambas partes confiaron una en la otra, y que cada una se obligó a causa de la confianza que depositó en que la otra cumpliría su palabra. Las dos partes son a la vez acreedoras y deudoras, de modo que al exigir la acción de buena fe más responsabilidad al deudor, a ambas se la exige y a ambas beneficia.

Esta mayor exigencia en la responsabilidad del cumplimiento  de las obligaciones tuvo una concreción en el criterio de la culpa, propio de las acciones de buena fe. Conforme al mismo, como es comúnmente sabido, el deudor es responsable por la falta de diligencia o cuidado en el cumplimiento de sus obligaciones. Esta responsabilidad por culpa hace, por una parte, que el deudor no se libere de responsabilidad cuando no ha podido cumplir porque han intervenido factores externos que hicieron imposible el cumplimiento (por ejemplo el clima que echa a perder unas mercancías) que  él hubiera podido superar actuando con la diligencia debida (por ejemplo almacenando las mercancías en un lugar adecuado), y por otra parte hace que sea responsable aun cuando haya cumplido si cumplió deficientemente, y por eso responde, por ejemplo, el vendedor cuando entrega mercancía que no tiene las características que declaró que tenía, aun cuando no haya prometido responsabilidad por ello.

 Otra concreción de la mayor exigencia propia de las acciones de buena fe se da en el de que la condena ha de resarcir el interés del actor, es decir que el juez para determinar el monto de la condena considera, además del valor de la prestación incumplida, el valor de los daños y perjuicios  que sufre el acreedor por el incumplimiento, de modo que el monto de la condena se refiera al interés que tenía el acreedor en que la obligación se cumpliera (id quod interest). Es digno de mencionar que las fórmulas de las acciones contractuales no expresan que el juez debe condenar a lo que al actor interesa el cumplimiento, pero eso se entiende incluido en la indicación de condenar ex fide bona.

b) La sanción del dolo. La otra indicación que da la fórmula de la fiducia es que las partes actúen sine fraudatione.  Esto significa que las partes deben excluir el dolo o engaño entre ellas, tanto en la celebración del contrato, como en su ejecución y cumplimiento.   Mientras que en las acciones de derecho estricto, el juez investiga si hubo dolo únicamente cuando alguna de las partes lo incluye en la fórmula, en las acciones de buena fe se entiende que el juez debe investigar y sancionar el dolo que hubiera habido entre las partes sin necesidad de que alguna de las partes lo invoque. Por eso llegó a decirse que la excepción de dolo era inherente a las acciones de buena fe.

Esta exclusión del dolo en las relaciones jurídicas contractuales se vino luego a generalizar a todo tipo de relaciones jurídicas, cuando el jurista Aquilio Galo, siendo pretor, inventó (hacia el siglo 1 a.C.) la acción de dolo: una acción in factum, por la cual toda persona podía recuperar lo que hubiera perdido por causa del dolo que hubiera sufrido. Esta acción era una acción subsidiaria, es decir se otorgaba como último remedio contra el dolo si no había otra acción disponible para sancionarlo. Respecto de los contratos, no era necesaria porque las propias acciones de buena fe servían para reprimir el dolo. Pero la existencia de esta acción demostraba la convicción común de la sociedad romana de ese tiempo de que en toda relación jurídica debe guardarse un mínimo ético, que es la veracidad  o ausencia de engaño.

La protección de la acción de dolo se fue ampliando mediante una interpretación de la palabra dolo cada vez más comprensiva. La definición originaria de dolo de Aquilio Galo exigía la simulación: que se aparentara hacer algo y se hiciera en efecto otra cosa; Servio precisó la definición en el sentido de que la disimulación debía hacerse para provocar el engaño, y Labeón propuso que el dolo podía consistir en hacer caer en el engaño a una persona, por palabras o por actos, o bien en aprovecharse del engaño o ignorancia que sufre una persona.[9] Es posible que la ampliación del concepto de dolo también fuera recibida en las acciones de buena fe, de modo que el juez tuviera en cuenta como dolo, no solo la simulación, sino cualquier acto para engañar a la otra parte o aprovecharse de su engaño espontáneo o ignorancia.

c) La interpretación de lo realmente querido por las partes. Esos dos criterios de juicio (mayor exigencia en el cumplimiento y ausencia de dolo) enunciados en la expresión ex fide bona de las fórmulas de las acciones de buena fe, se complementan con otros  extraídos de la propia naturaleza consensual y bilateral de las relaciones a las que se refiere.

Además de los términos de la fórmula, el juez de las acciones de buena fe debe interpretar los términos y contenido del contrato en cuestión. Esta interpretación se orienta a considerar como principal, no las palabras del contrato, sino lo realmente convenido (quod actum), a fin de que el negocio produzca, en lo posible, los resultados prácticos queridos por las partes. Es por consiguiente una interpretación que puede dar conclusiones que exceden o incluso contradicen lo previsto en las palabras. Un primer corolario de esta perspectiva de interpretación de lo realmente convenido en el negocio es que el juez debe considerar todos los pactos hechos por las partes sin necesidad de que fueran invocados en la fórmula; otro es la conocida regla de considerar como convenidos todos los elementos naturales del negocio (naturalia negotii).

La interpretación de lo realmente convenido permite al juez cierto margen, de acuerdo con la naturaleza del negocio y la reciprocidad de las obligaciones, de aumentar o reducir los contenidos de las prestaciones contractuales. Así, en el contrato de compraventa, la obligación del vendedor de entregar la libre posesión de la cosa, se complementa por interpretación con la de responder por la evicción y la de abstenerse del engaño; son estas obligaciones como complementarias y consecuencia natural de la principal. O en la locación de cosa, el locator no cumple solo con entregar la cosa para que sea usada pues se le requiere además que la mantenga en estado adecuado para el uso convenido, lo cual es una consecuencia necesaria de la finalidad del negocio mismo. Del mismo modo, puede el juez reducir las prestaciones, como en el caso del arrendamiento de tierras cultivables en que rebaja el monto de la renta en consideración de las cosechas pobres debidas a factores externos como el clima.

Este mismo criterio permite al juez hacer atribuciones de frutos o intereses, como en el caso del vendedor que ha entregado la cosa y que, por la mora en el pago del precio, puede exigir el pago de intereses; o en el caso del acreedor que tiene en garantía fiduciaria un esclavo, y los frutos que produzca el esclavo, no obstante ser de la propiedad del acreedor, se atribuyen al deudor y, si los consume el acreedor, se compensan respecto del pago de intereses.

d) Criterios derivados de la bilateralidad de la obligación. La instrucción que recibe el juez en la fórmula de condenar a todo lo que el demandado deba por causa del contrato,  siendo éste una relación bilateral en la que el mismo actor es deudor del demandado, hace que el juez proceda naturalmente a indagar si el actor debe algo al demandado por causa del mismo contrato y condene únicamente al saldo que resulte después de compensar. De suerte que otro criterio de juicio para determinar la condena propio de las acciones de buena fe es el de compensar las deudas recíprocas provenientes del mismo contrato (ex pari causa).

La bilateralidad de las relaciones contractuales, la causa y medida de la obligación de una parte es precisamente la obligación de la otra, por lo que el equilibrio o proporción entre las prestaciones es algo que naturalmente el juez debe considerar.

En síntesis, en el Derecho Romano clásico, la buena fe no es una regla de conducta, sino un método de decisión judicial que la da al juez mayor libertad para determinar la condena, haciendo una interpretación amplia (interpretatio plenior, según Carcaterra) del contenido de la fórmula y de lo realmente convenido por las partes. Esa interpretación hace que el juez al juzgar tenga en cuenta estos ocho criterios de juicio: i) la  consideración de la culpa (falta de diligencia) para definir el incumplimiento de las obligaciones contractuales  y del ii)  el monto de la condena ha de resarcir el interés del actor en que la obligación se hubiera cumplido; iii) la represión del dolo, entendido en sentido amplio como engaño provocado o  aprovechamiento del error o ignorancia espontánea de la otra parte; iv) la interpretación del contrato con el criterio de discernir lo realmente convenido por las partes con preferencia a la literalidad de las palabras v) la consideración de todos los pactos que hubieran hecho las partes aunque no los invocaran en la fórmula; vi) el tener como convenidos los elementos naturales del negocio;   vii)  la compensación de las deudas recíprocas derivadas del mismo contrato y  viii) la consideración de la equidad o el equilibrio entre las prestaciones.

Me parece que el fundamento o causa de este método de juzgar es la propia naturaleza bilateral y consensual de los contratos.

Con Justiniano, la buena fe deja de contemplarse como un modo de juzgar en determinadas acciones y relaciones bilaterales y se convierte en un principio que rige la conducta, que aunque se le asemeja a la misericordia, la benignidad, la caridad y se le opone a la malignidad, la avaricia, no se confundió plenamente con un principio ético, según opina Carcaterra. Como principio que rige la conducta, la buena fe aparece sustantivizada en textos posclásicos en los que se afirma que la buena fe aconseja, urge o no tolera determinadas conductas.

Otro cambio en que se manifiesta esa conversión de la buena fe, de método de juicio a principio rector de conducta es la sustitución de la expresión juicios o acciones de buena fe, por la de contratos de buena fe (bonae fidei contractus). La buena fe es entonces el principio que rige los contratos y la acción contractual es una consecuencia de la ruptura de la buena fe.

El juez que conoce del incumplimiento de un “contrato de buena fe” evidentemente tiene que atender a lo que dicta la buena fe como principio sustantivo, para lo cual tiene que remitirse a la ética. Es lo que prescribe Justiniano a los jueces, cuando les dice que al momento de juzgar deben tener a la vista los Evangelios. La buena fe considerada bajo esta perspectiva termina siendo para el juez un reenvío imperativo a la ética.

Esta concepción de la buena fe como principio o regla de conducta está relacionada con la evolución que tuvo el propio concepto de Derecho. El concepto del Ius o de la Jurisprudentia como un arte o ciencia elaborado primordialmente por los juristas fue sustituído, claramente desde el siglo IV,  por el concepto del Derecho como un ordenamiento imperativo emanado de la potestad imperial.  La Buena fe es uno de los principios imperativos del ordenamiento jurídico, es por lo mismo fuente de deberes, regla de conducta. 

PRINCIPIO DE BUENA FE EN LA DOCTRINA MODERNA

Sobre la base de esa concepción justinianea de la buena fe como regla o principio de conducta se han construidos los conceptos modernos de la misma. Evidentemente no es este el lugar para hacer una historia de este concepto, por lo que solo me limito a proponer aquí algunas reflexiones generales orientadas a la finalidad de este trabajo.

Como muestra de lo que ha sucedido en la tradición jurídica latina, puede citarse una obra del jurista español José Luis de los Mozos, en un libro cuyo título es ya indicativo de una postura; se llama El principio de la buena fe. Ahí dice “En definitiva, parece evidente, y, en ello, es unánime la doctrina, que la buena fe constituye una regla de conducta a la que ha de adaptarse el comportamiento jurídico de los hombres. Es el principio de buena fe entendido como regla o norma de comportamiento. Sin embargo no se declara concretamente cuáles son los comportamientos exigidos por la buena fe. Resulta así que ésta aparece muchas veces como un principio vacío de contenido, o una mera indicación de actuar correcta o decentemente.

Esta misma idea está presente en los códigos civiles, como el mexicano, italiano o español, donde dicen que los contratos obligan a las partes a lo expresamente pactado y a las consecuencias que fueran conformes con la buena fe. Esto implica que hay un comportamiento debido por la buena fe que las partes de un contrato deben observar aunque no lo hayan pactado expresamente, pero que la ley no precisa.

Esta concepción de la buena fe como regla de conducta o principio ético  también está presente en el código civil alemán (art. 242) donde dice que el deudor ha de cumplir la prestación como lo exige la buena fe. Esto también implica la idea que hay un deber de comportarse según la buena fe independiente de lo que prescriban las disposiciones contractuales.

En el derecho de los Estados Unidos también se recoge este deber de comportarse según la buena fe. En el Restatement on contracts (segunda edición § 205) se dice que el contrato impone a cada parte el deber de guardar la buena fe y lealtad durante las negociaciones,  en la celebración del contrato y en su ejecución. Esta regla, que parece haber sido la fuente de la que deriva el artículo respectivo de los Principios de Unidroit, que es aparentemente  más amplia pues se refiere a un deber general de comportamiento que las partes han de guardar incluso antes de la conclusión del contrato (durante las negociaciones), de modo que es una regla de conducta que no se refiere exclusivamente a las obligaciones contractuales.

 Conforme a esta concepción del principio de buena fe como regla de conducta ética, objetiva, cuando un juez tiene que decidir si en un determinado caso se ha observado o no la buena fe, tiene naturalmente que remitirse a reglas éticas, a modelos o standards de conducta, a costumbres y a usos locales. Se llega así a la idea de que el principio de buena fe simplemente equivale a un reenvío que se hace al juez para que considere las reglas éticas y las costumbres vigentes en un momento y lugar determinados o, en otras palabras, para que juzgue conforme a la “conciencia social” del momento.

Es una concepción que se corresponde con la idea del Derecho también hoy predominante que expresa que éste es fundamentalmente un ordenamiento imperativo (como los códigos), de modo que el principio de buena fe es una norma imperativa que ordena la realización de ciertos comportamientos, cuya definición podrá hacerse conforme a lo que prevén las normas del mismo ordenamiento (tal como lo preconiza el llamado positivismo excluyente) o con remisión a normas o reglas éticas (como lo sostiene el positivismo incluyente)

Wieacker ha criticado, me parece con razón, esa manera de considerar la buena fe como una “norma general” que reenvía a preceptos éticos, a una vaga conciencia social, a los sentimientos del pueblo o, como dicen algunos positivistas, a ciertos “hechos metajurídicos” como son los objetivos sociales o ciertos intereses individuales protegidos. El fondo de la crítica es que tal reenvío genera inseguridad y arbitrariedad en la decisión del caso concreto, máxime hoy en que predomina una cultura “pluralista” en la que no hay una ética predominante comúnmente aceptada. El juez que tiene que decidir si las partes han actuado de buena fe debe primero construir su propia regla acerca de lo que entiende por ese deber de actuar con buena fe. La referencia a la buena fe no es referencia a una norma dada sino a una que tiene que ser elaborada. Es una operación parecida, dice Wieacker, “a la del barón de Münchhausen, que se sacó del pantano tirando de su propia cabellera”.

Él propone que la referencia a la buena fe se considere más bien como una directiva para el juicio del caso concreto. Asume la idea de que la jurisprudencia es fundamentalmente el arte de la profesión judicial, arte que comprende la lógica jurídica, la razón natural, la naturaleza de las cosas, los precedentes judiciales y las reglas o directrices de juicio que ha ido formando la ciencia del derecho.

Bajo esta perspectiva, opina Wieacker, que los propios jueces podrán ir definiendo criterios de juicio acerca de lo que significa el comportarse según la buena fe en situaciones concretas.  La referencia a la buena fe, dice, “es una referencia a experiencias, reglas o máximas que hay que actualizar in foro”. En esta labor, agrega, el juez que sigue la máxima de la buena fe, podrá actuar de conformidad con lo prescrito en las leyes, por ejemplo para determinar cómo ha de ser una prestación contractual, para integrar un contrato considerando sus elementos naturales o para determinar el deber de custodiar alguna cosa ajena. Podrá también actuar más allá de la ley cuando limita el ejercicio de un derecho por razón de la buena fe, otorgando a la otra parte la excepción de dolo, por ejemplo cuando una parte alega el tenor literal de un contrato pero ha actuado en contra del mismo, o cuando exige una cosa que posteriormente debe devolver. Podrá finalmente, actuar aún en contra de la ley, en los casos en que revalora las prestaciones contractuales por razón del cambio de circunstancias.

La posición de Wieacker viene a ser como una reasunción de lo que se entendió en el derecho clásico por buena fe, un principio o directriz de juicio, en vez de un principio que rige directamente la conducta de las partes de un contrato. 



Omar colmenares Trujillo
Abogado Analista




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