BONA
FIDES
Principio
de buena fe
Es un principio general del derecho,
consistente en el estado mental de honradez, de convicción en cuanto a la
verdad o exactitud de un asunto, hecho u opinión, título de propiedad, o la
rectitud de una conducta. Exige una conducta recta u honesta en relación con
las partes interesadas en un acto, contrato o proceso. Además de poner al bien
público sobre el privado dando a entender que se beneficiará las causas
públicas sobre la de los gobernadores o sectores privados.
Para efectos del derecho procesal,
Eduardo Couture lo definía como la “calidad jurídica de la conducta legalmente
exigida de actuar en el proceso con probidad, con el sincero convencimiento de
hallarse asistido de razón”. En este sentido, este principio busca impedir las
actuaciones abusivas de las partes, que tengan por finalidad alargar un juicio.
La buena fe es aplicada en diversas ramas
del derecho. En el derecho civil, por ejemplo, a efectos de la prescripción
adquisitiva de un bien, en virtud del cual a quien lo ha poseído de buena fe se
le exige un menor tiempo que a aquel que lo ha hecho de mala fe. En general, en
las diversas ramas del derecho reciben un tratamiento diferenciado las personas
que actuaron de buena o de mala fe.
En los circuitos políticos del siglo en
curso (generalmente latinoamericanos), se utiliza la denominación
"probidad" como condición de bondad, rectitud o transparencia en el
proceder de los empleados públicos; puede contraponerse al término
"corrupción".
El principio de la buena fe es un
principio constitucional que obliga a que las autoridades públicas y a la misma
ley, presuman la buena fe en las
actuaciones de los particulares.
Recordemos lo que dice el artículo 83 de
la constitución política colombiana, sobre el principio de la buena fe:
Las actuaciones de los particulares y de
las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de buena fe, la cual
se presumirá en todas las gestiones que aquéllos adelanten ante éstas.
Sobre este principio la Corte
constitucional ha realizado interesantes exposiciones, y una de ellas contenida
en la sentencia C-544 de 1994, que en su parte pertinente dice:
“La buena fe ha sido, desde tiempos
inmemoriales, uno de los principios fundamentales del derecho, ya se mire por
su aspecto activo, como el deber de proceder con lealtad en nuestras relaciones
jurídicas, o por el aspecto pasivo, como el derecho a esperar que los demás
procedan en la misma forma. En general,
los hombres proceden de buena fe: es lo que usualmente ocurre. Además, el proceder de mala fe, cuando media
una relación jurídica, en principio constituye una conducta contraria al orden
jurídico y sancionada por éste. En consecuencia, es una regla general que la
buena fe se presume: de una parte es la manera usual de comportarse; y de la
otra, a la luz del derecho, las faltas deben comprobarse. Y es una falta el quebrantar la buena fe.
Teniendo en cuenta lo anterior, a primera
vista, el artículo transcrito parecería inútil.
¿Por qué se incluyó en la Constitución? La explicación es sencilla: se
quiso proteger al particular de los obstáculos y trabas que las autoridades
públicas, y los particulares que ejercen funciones públicas, ponen frente a él,
como si se presumiera su mala fe, y no su buena fe. En la exposición de motivos de la norma
originalmente propuesta, se escribió:
"La buena fe, como principio general
que es, no requiere consagración normativa, pero se hace aquí explícita su
presunción respecto de los particulares en razón de la situación de
inferioridad en que ellos se encuentran frente a las autoridades públicas y
como mandato para éstas en el sentido de mirar al administrado primeramente
como el destinatario de una actividad de servicio. Este mandato, que por evidente parecería
innecesario, estaría orientado a combatir ese mundo absurdo de la burocracia,
en el cual se invierten los principios y en el cual, para poner un ejemplo, no
basta con la presencia física del interesado para recibir una pensión, sino que
es necesario un certificado de autoridad que acredite su supervivencia, el
cual, en ocasiones, tiene mayor valor que la presentación personal".
(Gaceta Constitucional No. 19. Ponentes: Dr. Alvaro Gómez Hurtado y Juan Carlos
Esguerra Potocarrero. Pág 3)
EL
PRINCIPIO DE BUENA FE EN EL DERECHO ROMANO
El análisis de este principio en la
historia del Derecho Romano debe distinguir dos etapas en las que tiene
significados diferentes, la etapa clásica y la postclásica. En la primera la
buena fe se predica principalmente de las acciones o juicios, y sirve para
distinguir entre las acciones o juicios de buena fe de aquellos otros llamados
de derecho estricto, de suerte que la buena fe es fundamentalmente una cualidad
que tienen ciertos juicios y que comporta un determinado modo o método de
juicio. En la segunda, la buena fe se predica como una cualidad de los
contratos o bien se sustantiviza, convirtiéndose en un principio jurídico del
cual derivan reglas o prescripciones de carácter imperativo; el principio de
buena fe comienza a entenderse en esta etapa posclásica como un principio
rector de la conducta. Son dos concepciones diferentes del mismo principio de
buena fe (una lo entiende como método de juicio, la otra como regla de
conducta), no necesariamente opuestas o contradictorias, si bien cada una tiene
su propio contenido y sus peculiares consecuencias.
La
fides es un principio fundamental del Derecho Romano que enuncia el
deber de toda persona de respetar y cumplir su palabra. La fides, se entiende
como un principio vigente en todos los pueblos, es decir de ius gentium y no
como un principo exclusivo de los romano. Es fuente de deberes jurídicamente
sancionados en actos que carecen de la forma jurídica necesaria, como la
fidepromissio que vale, por la fides aunque carezca de la forma propia de la
sponsio. Puede considerarse que el mismo
principio, la fides o lealtad a la palabra, es la causa de las obligaciones
derivadas de los contratos consensuales.[2]
Distinta de ella es la bona fides que
aparece en la fórmula de algunas acciones. Las acciones de buena fe que se
conocen en el Edicto del pretor eran éstas: la acción del antiguo negocio de
fiducia, que parece haber sido la matriz de las demás acciones de buena fe, las
acciones de los cuatro contratos consensuales (mandato, sociedad, compraventa y
arrendamiento), la del depósito, la acción de gestión de negocio ajeno y las
acciones de tutela (para exigir cuentas al tutor) y la de dote (actio rei
uxoriae para exigir la restitución de la misma).
Se dan estas acciones originalmente
respecto de relaciones jurídicas
bilaterales, entendida esta cualidad en el sentido de que las dos partes están
recíprocamente obligadas. Así sucede claramente en los contratos consensuales y
llegó a suceder en el negocio de fiducia; igualmente en la acción de gestión de
negocio ajeno, donde se da una bilateralidad como la del mandato, aunque las
obligaciones no se adquieren por el consentimiento sino por el acto de la
gestión de un negocio ajeno. En cuanto a la acción de tutela y la de dote no se
puede hablar que sancionen obligaciones recíprocas, como los contratos, pero sí
una cierta bilateralidad en el sentido de que tanto el tutor demandado, como el
marido al que se le exige la dote, pueden oponer a las pretensiones del actor
el pago de algunos gastos o la retención de ciertos bienes.
El hecho de que las acciones de buena fe se
refieran a obligaciones recíprocas es, siguiendo a Álvaro d’Ors,[3] la causa que generó su diferenciación
respecto de las otras acciones que sancionan obligaciones unilaterales. La
naturaleza de la relación condiciona la naturaleza de la acción.
La característica principal de las
acciones de buena fe es que en su fórmula se indicaba al juez que condenara al
demandado, en caso de que el actor probara la existencia del incumplimiento de
alguna obligación contractual, a todo lo que debiera dar o hacer según la buena
fe (quidquid dare facere oportet ex fide bona) por causa del contrato en
cuestión. Los mismos términos de la fórmula permitían al juez cierta libertad
para determinar el monto de la condena, a diferencia de las otras acciones de
derecho estricto en las que el juez estaba constreñido a condenar al pago de
una cantidad determinada de dinero, si la deuda era dineraria, o a la
estimación pecuniaria de lo que la cosa en cuestión valiera (quanti ea res est,
fuit, erit).
Esta bona fides a que se refieren las fórmulas de las
acciones contractuales no es la causa de la que deriva la obligación
contractual, la cual es efecto del mero consentimiento informal, es decir de la
sola fides. No es el principio ético del
cual derivan las obligaciones contractuales, sino que es un criterio de
decisión judicial y por eso, en el Derecho Clásico, la bona fides califica las acciones y no las obligaciones.
Las acciones contractuales son acciones de buena fe (bonae fidei iudicia), pero
no se dice que las obligaciones contractuales sean obligaciones de buena fe. La
buena fe, como en mi opinión lo ha demostrado Carcaterra, no es fuente del
deber jurídico.[4]
En la fórmula de las acciones de buena fe
se indica que el juez condene a quidquid …dare facere oportet ex fide bona…
condemna (a todo lo que deba dar o hacer según la buena fe …condena). La
mención de la bona fides en la fórmula no es una expresión del fundamento del
deber, pues la causa de la deuda es el contrato (que va mencionado en la
demonstratio de la fórmula), y la causa de éste, si se quiere indagar más allá
de la consensualidad, es la fides. Esas palabras en la fórmula de la acción le
indican al juez que la determinación del monto de la condena debe hacerla de
conformidad con el criterio de verificar no solo si las partes cumplieron o no
sus obligaciones contractuales (lo cual es propio de la fides), sino si
cumplieron bien, con esmero (con bona fides).[5] Son palabras que se refieren, no a la
intentio de la fórmula, al deber de dar o hacer (dare facere oportet), si no a
la condemnatio al modo de determinar cuánto es lo que se debe.[6]
En estos juicios el juez tiene mayor
libertad para juzgar el caso permitiéndole un papel más activo (un liberum
officium), sin que esto signifique que tiene poderes normativos o
discrecionales, que a su libre arbitrio emplea o deja de emplear. La propia
instrucción que recibe en la fórmula de condenar al demandado a todo lo que
deba por causa del contrato, por ejemplo, le permite y a la vez le impone el
deber de considerar las deudas que el actor pudiera tener con el actor por
causa del mismo contrato y, en consecuencia, de condenar al saldo que resulte
después de compensar las deudas. El hacer la compensación no es una facultad
discrecional que el juez pueda ejercer o no, si no simplemente una consecuencia
que deriva de la propia naturaleza bilateral de las relaciones contractuales
que son objeto de los juicios de buena fe.
La libertad que tiene el juez es la de
condenar haciendo, como dice Carcaterra,[7] una interpretatio plenior, es decir
una indagación e interpretación del asunto en cuestión más profunda y
comprehensiva. Esto no quiere decir, como advierte este autor, que en estos
juicios el juez deba remitirse a ciertas normas éticas o que reciba poderes
normativos. Se trata simplemente, y jurídicamente, de que el juez saque las
consecuencias que derivan de los términos de la fórmula, así como de los
términos en que se convino el negocio en cuestión y procure que se obtenga el
resultado práctico querido por las partes.
El contenido específico de este criterio
para determinar la condena, cabe suponer que se fue desarrollando del mismo
modo que en general evolucionó el Derecho clásico, es decir casuísticamente,
especialmente por medio de las decisiones judiciales y las respuestas de los
jurisconsultos. Es posible, como señala
el propio Carcaterra, que el principio de esta evolución fueran las palabras de
la fórmula de la acción de fiducia, que fue la primera de las acciones de buena
fe. De acuerdo con un texto de Cicerón, (De off. 3,15,60 y 3,17,70) en esa
fórmula en vez de las palabras ex fide bona, aparecían estas otras: ut inter bonos bene agier oportet et
sine fraudatione (que entre hombres buenos debe obrarse rectamente y sin engaño).[8] Hay en esa fórmula antigua
dos indicaciones para el juicio: una es que el juez examine si el
comportamiento de las partes al cumplir el contrato es un comportamiento recto
o semejante al de un hombre bueno. La otra es que las partes deben actuar sin
defraudarse entre ellas (sine fraudatione).
Además de los criterios de juicio
derivados de la fórmula ex fide bona, se fueron dando otros que derivaron de la
naturaleza consensual y bilateral de las relaciones contractuales.
Se pueden presentar al fin de esta
evolución que la buena fe como criterio de juicio contiene los siguientes
criterios concretos derivados de la fórmula o del contrato mismo.
a)
La diligencia en el cumplimiento. En las acciones de buena fe no se
trata solamente, como en las acciones de derecho estricto, de verificar si el
deudor cumplió o no la palabra empeñada, pues lo que se procura es que el juez
verifique si la cumplió como lo haría un hombre bueno, es decir si la cumplió
bien. Es por lo tanto una medida más
exigente del cumplimiento de las obligaciones, que la que se aplica a un deudor
de una obligación sancionada por una acción de derecho estricto quien, por
ejemplo, saldría absuelto si no puede entregar la cosa prometida que se perdió
sin dolo suyo, en tanto que el deudor de
una obligación contractual sancionada por una acción de buena fe quedaría
condenado en el misma caso por no haber obrado con la diligencia debida.
La razón de esta mayor exigencia no
es el castigo del deudor, si no la
naturaleza misma del contrato como obligación recíproca, que supone que ambas
partes confiaron una en la otra, y que cada una se obligó a causa de la
confianza que depositó en que la otra cumpliría su palabra. Las dos partes son
a la vez acreedoras y deudoras, de modo que al exigir la acción de buena fe más
responsabilidad al deudor, a ambas se la exige y a ambas beneficia.
Esta mayor exigencia en la
responsabilidad del cumplimiento de las
obligaciones tuvo una concreción en el criterio de la culpa, propio de las
acciones de buena fe. Conforme al mismo, como es comúnmente sabido, el deudor
es responsable por la falta de diligencia o cuidado en el cumplimiento de sus
obligaciones. Esta responsabilidad por culpa hace, por una parte, que el deudor
no se libere de responsabilidad cuando no ha podido cumplir porque han
intervenido factores externos que hicieron imposible el cumplimiento (por
ejemplo el clima que echa a perder unas mercancías) que él hubiera podido superar actuando con la
diligencia debida (por ejemplo almacenando las mercancías en un lugar
adecuado), y por otra parte hace que sea responsable aun cuando haya cumplido
si cumplió deficientemente, y por eso responde, por ejemplo, el vendedor cuando
entrega mercancía que no tiene las características que declaró que tenía, aun
cuando no haya prometido responsabilidad por ello.
Otra concreción de la mayor exigencia propia
de las acciones de buena fe se da en el de que la condena ha de resarcir el
interés del actor, es decir que el juez para determinar el monto de la condena
considera, además del valor de la prestación incumplida, el valor de los daños
y perjuicios que sufre el acreedor por
el incumplimiento, de modo que el monto de la condena se refiera al interés que
tenía el acreedor en que la obligación se cumpliera (id quod interest). Es
digno de mencionar que las fórmulas de las acciones contractuales no expresan que
el juez debe condenar a lo que al actor interesa el cumplimiento, pero eso se
entiende incluido en la indicación de condenar ex fide bona.
b) La sanción del dolo. La otra
indicación que da la fórmula de la fiducia es que las partes actúen sine
fraudatione. Esto significa que las
partes deben excluir el dolo o engaño entre ellas, tanto en la celebración del
contrato, como en su ejecución y cumplimiento.
Mientras que en las acciones de derecho estricto, el juez investiga si
hubo dolo únicamente cuando alguna de las partes lo incluye en la fórmula, en
las acciones de buena fe se entiende que el juez debe investigar y sancionar el
dolo que hubiera habido entre las partes sin necesidad de que alguna de las
partes lo invoque. Por eso llegó a decirse que la excepción de dolo era
inherente a las acciones de buena fe.
Esta exclusión del dolo en las relaciones
jurídicas contractuales se vino luego a generalizar a todo tipo de relaciones
jurídicas, cuando el jurista Aquilio Galo, siendo pretor, inventó (hacia el siglo
1 a.C.) la acción de dolo: una acción in factum, por la cual toda persona podía
recuperar lo que hubiera perdido por causa del dolo que hubiera sufrido. Esta
acción era una acción subsidiaria, es decir se otorgaba como último remedio
contra el dolo si no había otra acción disponible para sancionarlo. Respecto de
los contratos, no era necesaria porque las propias acciones de buena fe servían
para reprimir el dolo. Pero la existencia de esta acción demostraba la
convicción común de la sociedad romana de ese tiempo de que en toda relación
jurídica debe guardarse un mínimo ético, que es la veracidad o ausencia de engaño.
La protección de la acción de dolo se fue
ampliando mediante una interpretación de la palabra dolo cada vez más
comprensiva. La definición originaria de dolo de Aquilio Galo exigía la
simulación: que se aparentara hacer algo y se hiciera en efecto otra cosa;
Servio precisó la definición en el sentido de que la disimulación debía hacerse
para provocar el engaño, y Labeón propuso que el dolo podía consistir en hacer
caer en el engaño a una persona, por palabras o por actos, o bien en
aprovecharse del engaño o ignorancia que sufre una persona.[9] Es posible que
la ampliación del concepto de dolo también fuera recibida en las acciones de
buena fe, de modo que el juez tuviera en cuenta como dolo, no solo la
simulación, sino cualquier acto para engañar a la otra parte o aprovecharse de
su engaño espontáneo o ignorancia.
c) La interpretación de lo realmente
querido por las partes. Esos dos criterios de juicio (mayor exigencia en el
cumplimiento y ausencia de dolo) enunciados en la expresión ex fide bona de las
fórmulas de las acciones de buena fe, se complementan con otros extraídos de la propia naturaleza consensual
y bilateral de las relaciones a las que se refiere.
Además de los términos de la fórmula, el
juez de las acciones de buena fe debe interpretar los términos y contenido del
contrato en cuestión. Esta interpretación se orienta a considerar como
principal, no las palabras del contrato, sino lo realmente convenido (quod
actum), a fin de que el negocio produzca, en lo posible, los resultados
prácticos queridos por las partes. Es por consiguiente una interpretación que
puede dar conclusiones que exceden o incluso contradicen lo previsto en las
palabras. Un primer corolario de esta perspectiva de interpretación de lo
realmente convenido en el negocio es que el juez debe considerar todos los
pactos hechos por las partes sin necesidad de que fueran invocados en la
fórmula; otro es la conocida regla de considerar como convenidos todos los
elementos naturales del negocio (naturalia negotii).
La interpretación de lo realmente
convenido permite al juez cierto margen, de acuerdo con la naturaleza del
negocio y la reciprocidad de las obligaciones, de aumentar o reducir los
contenidos de las prestaciones contractuales. Así, en el contrato de
compraventa, la obligación del vendedor de entregar la libre posesión de la
cosa, se complementa por interpretación con la de responder por la evicción y
la de abstenerse del engaño; son estas obligaciones como complementarias y
consecuencia natural de la principal. O en la locación de cosa, el locator no
cumple solo con entregar la cosa para que sea usada pues se le requiere además
que la mantenga en estado adecuado para el uso convenido, lo cual es una
consecuencia necesaria de la finalidad del negocio mismo. Del mismo modo, puede
el juez reducir las prestaciones, como en el caso del arrendamiento de tierras
cultivables en que rebaja el monto de la renta en consideración de las cosechas
pobres debidas a factores externos como el clima.
Este mismo criterio permite al juez hacer
atribuciones de frutos o intereses, como en el caso del vendedor que ha
entregado la cosa y que, por la mora en el pago del precio, puede exigir el
pago de intereses; o en el caso del acreedor que tiene en garantía fiduciaria
un esclavo, y los frutos que produzca el esclavo, no obstante ser de la
propiedad del acreedor, se atribuyen al deudor y, si los consume el acreedor,
se compensan respecto del pago de intereses.
d) Criterios derivados de la
bilateralidad de la obligación. La instrucción que recibe el juez en la fórmula
de condenar a todo lo que el demandado deba por causa del contrato, siendo éste una relación bilateral en la que
el mismo actor es deudor del demandado, hace que el juez proceda naturalmente a
indagar si el actor debe algo al demandado por causa del mismo contrato y
condene únicamente al saldo que resulte después de compensar. De suerte que
otro criterio de juicio para determinar la condena propio de las acciones de
buena fe es el de compensar las deudas recíprocas provenientes del mismo
contrato (ex pari causa).
La bilateralidad de las relaciones
contractuales, la causa y medida de la obligación de una parte es precisamente
la obligación de la otra, por lo que el equilibrio o proporción entre las
prestaciones es algo que naturalmente el juez debe considerar.
En síntesis, en el Derecho Romano
clásico, la buena fe no es una regla de conducta, sino un método de decisión
judicial que la da al juez mayor libertad para determinar la condena, haciendo
una interpretación amplia (interpretatio plenior, según Carcaterra) del
contenido de la fórmula y de lo realmente convenido por las partes. Esa
interpretación hace que el juez al juzgar tenga en cuenta estos ocho criterios
de juicio: i) la consideración de la
culpa (falta de diligencia) para definir el incumplimiento de las obligaciones
contractuales y del ii) el monto de la condena ha de resarcir el
interés del actor en que la obligación se hubiera cumplido; iii) la represión
del dolo, entendido en sentido amplio como engaño provocado o aprovechamiento del error o ignorancia
espontánea de la otra parte; iv) la interpretación del contrato con el criterio
de discernir lo realmente convenido por las partes con preferencia a la
literalidad de las palabras v) la consideración de todos los pactos que
hubieran hecho las partes aunque no los invocaran en la fórmula; vi) el tener
como convenidos los elementos naturales del negocio; vii) la compensación de las deudas recíprocas
derivadas del mismo contrato y viii) la
consideración de la equidad o el equilibrio entre las prestaciones.
Me parece que el fundamento o causa de
este método de juzgar es la propia naturaleza bilateral y consensual de los
contratos.
Con Justiniano, la buena fe deja de
contemplarse como un modo de juzgar en determinadas acciones y relaciones
bilaterales y se convierte en un principio que rige la conducta, que aunque se
le asemeja a la misericordia, la benignidad, la caridad y se le opone a la
malignidad, la avaricia, no se confundió plenamente con un principio ético,
según opina Carcaterra. Como principio que rige la conducta, la buena fe
aparece sustantivizada en textos posclásicos en los que se afirma que la buena
fe aconseja, urge o no tolera determinadas conductas.
Otro cambio en que se manifiesta esa
conversión de la buena fe, de método de juicio a principio rector de conducta
es la sustitución de la expresión juicios o acciones de buena fe, por la de contratos
de buena fe (bonae fidei contractus). La buena fe es entonces el principio que
rige los contratos y la acción contractual es una consecuencia de la ruptura de
la buena fe.
El juez que conoce del incumplimiento de
un “contrato de buena fe” evidentemente tiene que atender a lo que dicta la
buena fe como principio sustantivo, para lo cual tiene que remitirse a la
ética. Es lo que prescribe Justiniano a los jueces, cuando les dice que al
momento de juzgar deben tener a la vista los Evangelios. La buena fe
considerada bajo esta perspectiva termina siendo para el juez un reenvío
imperativo a la ética.
Esta concepción de la buena fe como
principio o regla de conducta está relacionada con la evolución que tuvo el
propio concepto de Derecho. El concepto del Ius o de la Jurisprudentia como un
arte o ciencia elaborado primordialmente por los juristas fue sustituído,
claramente desde el siglo IV, por el
concepto del Derecho como un ordenamiento imperativo emanado de la potestad
imperial. La Buena fe es uno de los
principios imperativos del ordenamiento jurídico, es por lo mismo fuente de
deberes, regla de conducta.
PRINCIPIO
DE BUENA FE EN LA DOCTRINA MODERNA
Sobre la base de esa concepción
justinianea de la buena fe como regla o principio de conducta se han
construidos los conceptos modernos de la misma. Evidentemente no es este el
lugar para hacer una historia de este concepto, por lo que solo me limito a
proponer aquí algunas reflexiones generales orientadas a la finalidad de este
trabajo.
Como muestra de lo que ha sucedido en la
tradición jurídica latina, puede citarse una obra del jurista español José Luis
de los Mozos, en un libro cuyo título es ya indicativo de una postura; se llama
El principio de la buena fe. Ahí dice “En definitiva, parece evidente, y, en
ello, es unánime la doctrina, que la buena fe constituye una regla de conducta
a la que ha de adaptarse el comportamiento jurídico de los hombres. Es el
principio de buena fe entendido como regla o norma de comportamiento. Sin
embargo no se declara concretamente cuáles son los comportamientos exigidos por
la buena fe. Resulta así que ésta aparece muchas veces como un principio vacío
de contenido, o una mera indicación de actuar correcta o decentemente.
Esta misma idea está presente en los
códigos civiles, como el mexicano, italiano o español, donde dicen que los
contratos obligan a las partes a lo expresamente pactado y a las consecuencias
que fueran conformes con la buena fe. Esto implica que hay un
comportamiento debido por la buena fe que las partes de un contrato deben
observar aunque no lo hayan pactado expresamente, pero que la ley no precisa.
Esta concepción de la buena fe como regla
de conducta o principio ético también
está presente en el código civil alemán (art. 242) donde dice que el deudor ha
de cumplir la prestación como lo exige la buena fe. Esto también implica la
idea que hay un deber de comportarse según la buena fe independiente de lo que
prescriban las disposiciones contractuales.
En el derecho de los Estados Unidos
también se recoge este deber de comportarse según la buena fe. En el
Restatement on contracts (segunda edición § 205) se dice que el contrato impone
a cada parte el deber de guardar la buena fe y lealtad durante las
negociaciones, en la celebración del
contrato y en su ejecución. Esta regla, que parece haber sido la fuente de la que
deriva el artículo respectivo de los Principios de Unidroit, que es
aparentemente más amplia pues se refiere
a un deber general de comportamiento que las partes han de guardar incluso
antes de la conclusión del contrato (durante las negociaciones), de modo que es
una regla de conducta que no se refiere exclusivamente a las obligaciones
contractuales.
Conforme a esta concepción del principio de
buena fe como regla de conducta ética, objetiva, cuando un juez tiene que
decidir si en un determinado caso se ha observado o no la buena fe, tiene naturalmente
que remitirse a reglas éticas, a modelos o standards de conducta, a costumbres
y a usos locales. Se llega así a la idea de que el principio de buena fe
simplemente equivale a un reenvío que se hace al juez para que considere las
reglas éticas y las costumbres vigentes en un momento y lugar determinados o,
en otras palabras, para que juzgue conforme a la “conciencia social” del
momento.
Es una concepción que se corresponde con
la idea del Derecho también hoy predominante que expresa que éste es
fundamentalmente un ordenamiento imperativo (como los códigos), de modo que el
principio de buena fe es una norma imperativa que ordena la realización de
ciertos comportamientos, cuya definición podrá hacerse conforme a lo que prevén
las normas del mismo ordenamiento (tal como lo preconiza el llamado positivismo
excluyente) o con remisión a normas o reglas éticas (como lo sostiene el
positivismo incluyente)
Wieacker ha criticado, me parece con
razón, esa manera de considerar la buena fe como una “norma general” que
reenvía a preceptos éticos, a una vaga conciencia social, a los sentimientos
del pueblo o, como dicen algunos positivistas, a ciertos “hechos metajurídicos”
como son los objetivos sociales o ciertos intereses individuales protegidos. El
fondo de la crítica es que tal reenvío genera inseguridad y arbitrariedad en la
decisión del caso concreto, máxime hoy en que predomina una cultura
“pluralista” en la que no hay una ética predominante comúnmente aceptada. El
juez que tiene que decidir si las partes han actuado de buena fe debe primero
construir su propia regla acerca de lo que entiende por ese deber de actuar con
buena fe. La referencia a la buena fe no es referencia a una norma dada sino a
una que tiene que ser elaborada. Es una operación parecida, dice Wieacker, “a
la del barón de Münchhausen, que se sacó del pantano tirando de su propia
cabellera”.
Él propone que la referencia a la buena
fe se considere más bien como una directiva para el juicio del caso concreto.
Asume la idea de que la jurisprudencia es fundamentalmente el arte de la
profesión judicial, arte que comprende la lógica jurídica, la razón natural, la
naturaleza de las cosas, los precedentes judiciales y las reglas o directrices
de juicio que ha ido formando la ciencia del derecho.
Bajo esta perspectiva, opina Wieacker,
que los propios jueces podrán ir definiendo criterios de juicio acerca de lo
que significa el comportarse según la buena fe en situaciones concretas. La referencia a la buena fe, dice, “es una
referencia a experiencias, reglas o máximas que hay que actualizar in foro”. En
esta labor, agrega, el juez que sigue la máxima de la buena fe, podrá actuar de
conformidad con lo prescrito en las leyes, por ejemplo para determinar cómo ha
de ser una prestación contractual, para integrar un contrato considerando sus
elementos naturales o para determinar el deber de custodiar alguna cosa ajena.
Podrá también actuar más allá de la ley cuando limita el ejercicio de un
derecho por razón de la buena fe, otorgando a la otra parte la excepción de
dolo, por ejemplo cuando una parte alega el tenor literal de un contrato pero
ha actuado en contra del mismo, o cuando exige una cosa que posteriormente debe
devolver. Podrá finalmente, actuar aún en contra de la ley, en los casos en que
revalora las prestaciones contractuales por razón del cambio de circunstancias.
La posición de Wieacker viene a ser como
una reasunción de lo que se entendió en el derecho clásico por buena fe, un
principio o directriz de juicio, en vez de un principio que rige directamente
la conducta de las partes de un contrato.
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