EL
MIEDO AL DELITO Y LA PERCEPCIÓN DE INSEGURIDAD
En la literatura científica
existe una discusión amplia sobre el término miedo al delito, que se entiende como una percepción subjetiva de
inseguridad que tienen los individuos en un contexto concreto, o dicho de otro
modo, es sería la sensación que tiene cada persona de la posibilidad de ser
víctima de un delito. Por todo, con el tiempo el miedo al delito se ha
convertido en un problema de estudio tan importante como las propias tasas de
criminalidad objetivas, puesto que las consecuencias negativas de este temor
subjetivo tanto a nivel individual como social o urbano son muy preocupantes
para la vida social. El presente artículo trata de hacer un repaso por los
diferentes matices que los autores dan a la definición de este concepto, para
analizar la importancia de sus consecuencias, medición y aplicación en la
sociedad.
MIEDO
AL DELITO
Como se ha señalado, el miedo al
delito no es percepción del riesgo como tal, sino su consecuencia (Warr,
2000). En esta línea, hay que destacar
que existen diferentes conceptos que suelen confundirse con el concepto miedo
al delito, pero que, tal y como ha mostrado la literatura científica al
respecto, no significan exactamente lo mismo, como son inseguridad ciudadana y
preocupación por el delito.
En primer lugar hay que matizar
que miedo al delito e inseguridad ciudadana no tendrían el mismo significado ya
que aunque el miedo al delito, igual que la percepción de inseguridad, haría
referencia a percepciones y emociones subjetivas de los individuos (San Juan,
Vozmediano y Vergara, 2009). Sin embargo, el miedo al delito hace referencia al
temor de los ciudadanos a ser personalmente víctimas de algún crimen o de
cierto tipo de delito, mientras que la inseguridad ciudadana puede entenderse
como miedo al crimen en abstracto, es decir, como una inquietud respecto al
delito como problema social (Serrano y
Vázquez, 2007) . De este modo, la inseguridad ciudadana no incluiría
sólo la delincuencia como tal, sino también “otras preocupaciones como el
terrorismo, la presencia de inmigrantes, la seguridad alimentaria, y ahora, con
torrencial eclosión, el miedo al cambio climático” (Vozmediano, San Juan y
Vergara, 2008).
En segundo lugar, se puede
realizar una diferenciación entre preocupación por el delito y miedo al delito
como tal. En este sentido, la preocupación por el delito iría referido a la
estimación general que tienen los ciudadanos de la seriedad del problema de la
delincuencia (Soto, 2005), basado en los datos oficiales de los que se
disponen. Sin embargo, miedo al delito en contraposición con este término no se
basa en datos sino en la percepción de cada ciudadano de sus propias
posibilidades de ser víctima, como ya se ha comentado. Es decir, la
preocupación por el delito no comportaría necesariamente miedo a ser víctima,
como sí el concepto que nos ocupa. Así, “el hecho de que la violencia se
perciba como problema social no significa necesariamente que uno se sienta
afectado personalmente” (Dittmann, 2008)
La importancia del estudio del
miedo al delito en las ciencias sociales radica en que esa percepción subjetiva
de inseguridad puede tener consecuencias negativas en la población, tanto a
nivel individual como social e incluso urbano.
Medina (2003) cita a Warr, al
señalar que “las consecuencias del miedo son reales,
tangibles, y potencialmente severas a ambos niveles, el individual y el
social”, lo que supone que la reducción (o más bien el control de los niveles)
del miedo al delito se ha convertido en algo igual de importante que la
reducción de las tasas de delitos.
En este sentido, “el miedo al
delito obliga a los individuos a cambiar sus estilos de vida” (Medina, 2003), y
puede conllevar una pérdida de calidad de vida al “originar ansiedad, cambio de
hábitos (…), fractura del sentimiento de comunidad y menor implicación en
actividades comunitarias, aislamiento, actitudes favorables a políticas más
punitivas…” (Vozmediano, 2010), lo que conlleva, obviamente, consecuencias negativas
para la calidad de vida de las sociedades y “constituye un obstáculo para la
democratización del espacio público urbano” (San Juan y Vozmediano, 2009).
Profundizando en estas
consecuencias del fenómeno, cabe destacar que a nivel individual, el miedo al
delito puede provocar cambios de conductas dirigidas a una mayor protección
dentro y fuera del hogar, por ejemplo “las personas pueden buscar vivir en
edificios con sistemas de vigilancia que restringen el acceso de desconocidos
(…) [y] las personas pueden también alterar algunos hábitos de interacción
social, como evitar salir de casa” (Ruiz Pérez, 2007)., mientras que fuera de
la vivienda se pueden abandonar ciertas zonas o evitar determinadas
interacciones sociales, lo que hace disminuir la vigilancia informal e
incrementa el riesgo de aparición de delitos. Esto último, además, enlaza con
las consecuencias sociales, como la disminución de la comunicación o el
aislamiento social.
Por tanto, el miedo al delito
afectaría a los patrones de actividad de los individuos, limitando su
participación en las actividades sociales e, incluso, generando un estrés
psicológico que supone una grave limitación en la libertad individual (Atkins,
Husain y Storey, 1991).
Sin embargo, no hay que dejar de
lado que el miedo al delito no tiene por qué ser intrínsecamente nocivo para
los ciudadanos, porque puede poner a los individuos “alerta” y prevenir
conductas que favorezcan su victimización. Por tanto, este concepto “llega a
ser disfuncional cuando el miedo es desproporcionado al riesgo objetivo” (Warr,
2000), lo que convertiría a los individuos en víctimas de una percepción
subjetiva y no necesariamente relacionada directamente con la realidad
delictiva.
Entre la literatura científica
centrada en este concepto del miedo al delito, una importante línea de
investigación se ha enfocado a detectar los
factores que contribuyen a crear sentimientos de inseguridad ciudadana
(Medina, 2003). Así, se pueden establecer tres hipótesis para conocer el miedo
al delito, centradas en la vulnerabilidad de los individuos, en la
victimización, y en las variables ambientales:
En Vulnerabilidad: se trataría del estudio de
las variables personales, como sexo, edad, capacidad de afrontar problemas y
control (Vozmediano y San Juan, 2006). En este ámbito, los estudios han tratado
de relacionar género y edad con miedo al delito (Gilchrist et al, 1998) en el
sentido de que las mujeres sufren mayor miedo al delito que los hombres, y las
personas de avanzada edad, más que los jóvenes. Según Medina (2003), de hecho,
“se asume que mujeres, personas de mayor edad, miembros de minorías étnicas, y
personas de baja clase social son personas que exhiben, por regla general, una
mayor vulnerabilidad objetiva y subjetiva frente al delito”. Sin embargo, hay una
paradoja en estos resultados, ya que si bien las mujeres suelen tener niveles
de miedo al delito mayores, sin embargo, son víctimas con menos frecuencia
(Vozmediano, 2010) y ciertos estudios señalan incluso que las mujeres y los
ancianos parecen tener los niveles más bajos de victimización (Will y McGralh,
1995). Con todo, parece evidente que “la
gente más vulnerable se siente lógicamente más insegura y, en la medida de sus
posibilidades, toma más medidas de seguridad, disminuyendo su exposición al
riesgo y, por tanto, su victimización” (Gondra, 2008).
En Victimización: Haría referencia a las
variables psicosociales, (Vozmediano y
San Juan, 2006) y se centraría sobre todo en
que aquellos individuos que ya han sufrido o vivido de forma directa o indirecta un delito temen ser víctimas de nuevos
delitos. Los delitos vividos de forma directa son los que se sufren en primera
persona, en los que el individuo es víctima, mientras que los delitos sufridos
de forma indirecta hacen referencia al conocimiento de victimización. Esta
información puede llegar a través de familiares, amigos o conocidos, y también
a través de los medios de comunicación o por medio de fuentes secundarias, ya
que la imagen que los ciudadanos se componen sobre la criminalidad depende “en
primer lugar, de su propia experiencia como víctima o la de sus allegados. En
su defecto, se convierten en fuente principal las noticias que difunden los
medios en relación con la delincuencia, cuando no el mero rumor de la
experiencia de otros” (Soto, 2005). En
este sentido, una parte de la investigación también señala que existe una
percepción de riesgo de victimización que supone que “aquellos individuos que
piensan que están más expuestos a un mayor riesgo de ser víctimas, son también
más temerosas del delito” (Medina, 2003).
En Procesos ecológicos o variables ambientales:
en diferentes estudios se postula que las dinámicas de los vecindarios y la
actividad social de los mismos son claves para la reducción tanto del delito
como del miedo al delito, en el sentido de que los barrios más cohesionados y
con mayor integración, e incluso los diseños de los espacios, pueden favorecer
que el miedo al delito sea menor. Este hecho está relacionado con la teoría de
las ventanas rotas (Wilson y Kelling, 1980),
que conlleva que los signos de desorden en un lugar determinado atraen
más desorden y debilitan el control social informal, es decir, que la
delincuencia genera más delincuencia. Así, cuanto más “desordenado” perciba un
individuo su barrio, más miedo al delito tendrá. En algunos trabajos se hace
también referencia a la estructura del espacio urbano, siguiendo la línea de la
prevención situacional del delito. Así, en primer lugar, ciertos estudios
consideran que las características de un lugar pueden inhibir las relaciones
sociales y hacer que los delitos ocurran con más frecuencia (Vozmediano y San
Juan, 2006), y viceversa, mientras que, en segundo lugar, otros trabajos han
puesto su mirada en la degradación de los espacios en referencia a la citada
teoría de las ventanas rotas. Aquí, se establece que barrios que combinen parte
residencial, comercial, institucional y
de ocio, pueden ser más seguros ya que atraen un flujo continuo de personas
durante todo el día garantizando la
vigilancia informal (Schweitzer, 1999). En este sentido, se ha comprobado que
las características socio-física de los escenarios urbanos son muy importantes
para la aparición del miedo al delito, como “un fenómeno eminentemente urbano
en su origen, que es en las ciudades donde este miedo es más frecuente y donde
se manifiestan sus consecuencias” (Vozmediano, Vergara y San Juan, 2010) ya que
en ese entorno, aparece la idea de que no nos conocemos, y tenemos muchas interacciones diarias en
diferentes espacios, “pero nunca tenemos un conocimiento profundo ni certero
sobre quién es la persona con la que estamos hablando” (Fernández-Ramírez,
2008). Para Taylor y Covington (1991), así, es la falta de lazos sociales
locales y la conciencia de que el barrio se está deteriorando lo que da lugar a
un miedo al delito elevado.
En otros estudios, también se
han señalado como factores que pueden explicar el miedo al delito estudios
sobre la confianza en la policía, los hábitos televisivos (Romer, D., Jamieson,
K., Aday, S., 2003), o la crisis de
confianza en las instituciones públicas que se produce en la sociedad
contemporánea (Medina, 2003), aunque los resultados respecto a estos factores
no son tan determinantes, como es el caso de la satisfacción con la policía
que, tal y como afirma Medina (2003), parece no tener ningún efecto consistente
en el miedo al delito cuando se controlan las demás variables relevantes que
pueden influenciar su aparición. Cabe destacar que diversos estudios han
relacionado también el papel de los medios de comunicación como victimización
indirecta como una de las causas más importantes del miedo al delito, porque es
a través de las noticias de estos diferentes canales de comunicación como construimos los individuos las
percepciones sociales, sin embargo, no
existe “suficiente investigación sistémica que evalúe el impacto de los medios sobre las
percepciones públicas del delito o el miedo al delito” (Warr, 2000).
En cualquier caso, el miedo al
delito, o el temor a ser víctima de una agresión, estaría relacionado con la
probabilidad que una persona estima de ser víctima de un delito. Sin embargo,
los individuos tienden a sobrestimar esas probabilidades, por lo que los
factores que explicarían las posibilidades de forma objetiva no son los mismos
que explican la aparición del miedo al delito (Ruiz Pérez, 2007).
COMO
HACER FRENTE AL MIEDO AL DELITO
El miedo al delito no debería
ser erradicado, sino regulado, ya que puede ayudar a los individuos a
protegerse ante problemas de delincuencia reales, como ya se ha comentado con
anterioridad, sin embargo, no es en ningún caso beneficioso cuando el nivel es
más elevado que el de delitos objetivos.
Siguiendo a Warr (2000), el
problema al que nos enfrentamos al hablar de miedo al delito no es la ausencia
de conocimiento por parte de los individuos que componen la sociedad y que son
víctimas de este fenómeno, sino la falta “de desmitificación del delito para el
público en general y de presentación de una versión razonable y entendible de
los hechos sobre el delito”.
En este sentido, y siguiendo a
la autora Vozmediano, si se da una situación ideal en la que tasa de delitos y
miedo al delito es baja, no se debería realizar intervención alguna, mientras
que si la tasa de delitos y el miedo al
delito son elevados, se produce un miedo realista que supondrá que sea más importante
combatir el delito que la percepción subjetiva que se da en los ciudadanos,
porque probablemente ésta bajará cuando descienda la primera.
En el tercer caso, si la tasa de
delitos es elevada, pero el miedo al delito bajo, se produce una sensación de
seguridad no realista que puede llevar a los individuos a tener conductas que
propicien que se produzca un delito, es decir, que favorezcan las oportunidades
de ser víctimas. En este caso no deberíamos intervenir para reducir el miedo al
delito, ya que al hacerlo
“incrementaríamos las oportunidades de que los individuos dejaran de
tomar las precauciones necesarias para su propia seguridad (o la seguridad de
otros) y, por tanto, aumentaría su riesgo de victimización” (Warr, 2000).
Por último, una tasa de delitos
baja y un miedo al delito elevado supondrán la aparición de un miedo no
realista, que necesitará de una intervención a nivel de percepción subjetiva,
para eliminar la sensación de inseguridad que no se corresponde con la
realidad.
Partiendo de estas situaciones,
y para combatir el miedo al delito en los casos en los que es necesario, en
ciertos estudios se apunta a los factores que causan el miedo al delito, como
es la influencia de los medios de comunicación
a través de la imagen que de la delincuencia se da en las noticias
(Warr, 1993), entre los motivos más significativos, pero sería difícil conseguir una intervención
efectiva sobre el descenso del miedo al delito centrándonos en esos factores,
ya que no existe literatura científica suficiente que muestre cuáles son
realmente las causas que, en este sentido, hacen que los individuos tengan
mayor o menor miedo al delito.
Sin embargo, y en relación con
la importancia ecológica que los estudios otorgan a este fenómeno, parece que
la intervención en el diseño de los espacios urbanos es importante para
combatirlo (Vozmediano, Vergara y San Juan, 2010) y, sobre todo, más efectivo.
En este sentido, hay que señalar que un vecindario en armonía es aquel que
consigue un equilibrio entre la determinación de sus moradores de conservar su
intimidad y su simultáneo deseo de establecer diversos grados de contacto,
esparcimiento y ayuda con sus vecinos (Jacobs, 1973), donde tan importante es
la seguridad objetiva como el sentimiento de seguridad de los individuos, lo
que requiere no sólo de vigilancia policial formal, sino de control social
informal (Skogan, 1986).
También algunos estudios, como
el realizado por Vozmediano y San Juan (2006), proponen el uso de sistemas de
información geográfica (SIG), para la recopilación, representación y análisis
de información referenciada geográficamente, para abordar cuestiones
relacionadas con el miedo al delito como las variables psico-socio-ambientales
y en qué medida explican cómo surge y se mantiene ese miedo al delito. Este
sistema, permitiría estudiar el fenómeno en tiempo y espacio y realizar
comparaciones entre diferentes lugares.
PERCEPCIÓN
DE INSEGURIDAD
La percepción de inseguridad -
por ser una construcción social - tiene un momento histórico que toma cuerpo,
para el caso que nos ocupa en Latinoamérica es a principios de los años noventa
con la libre movilidad de los capitales; en este contexto la sensación de
inseguridad aparece como una externalidad negativa para la inversión
extranjera, el turismo y el desarrollo urbano. En este caso, revistas como
“América Economía” al introducir la noción de riesgo han construido la
percepción de inseguridad desde lo empresarial e internacional.Adicionalmente,
las policías locales incorporan el tema por la brecha existente entre violencia
objetiva y subjetiva, como forma de descargar responsabilidades frente a los
medios de comunicación.Todo esto supone que si ésta nace socialmente, de la
misma manera puede ser contrarrestada y revertida.
Hay que tomar en cuenta que la
percepción de inseguridad puede originarse en hechos que no tengan nada que ver
con los actos de violencia ocurridos o por ocurrir (anteriores o posteriores),
sino por ejemplo, de sentimientos de soledad o de oscuridad que finalmente
tienen que ver, en el primer caso, con la ausencia de organización social o la
precaria institucionalidad; o en el segundo caso, por la falta de iluminación
de una calle, la ausencia de recolecciónde basura o la inexistencia de
mobiliario urbano.
Si la ciudad es un espacio de
“soledades compartidas” y, por tanto, el lugar del anonimato y la inseguridad;
allí el temor crecerá y, lo que es peor, el miedo se convertirá en principio
urbanístico. Es decir, hay un miedo construido en la ciudad y también una
ciudad construida por el miedo.
Por esta razón, las políticas
urbanas han empezado a tomar en cuenta esta dimensión, desarrollando propuestas
como las llamadas, por ejemplo: “ventanas rotas” impulsadas en Nueva York y
diseñadas para regular la conducta social en el espacio público; o “prevención situacional”
que busca poner barre ras físicas al crimen. De allí que sea pertinente
plantearse preguntas como las siguientes: ¿Quién produce y controla el espacio público:
el crimen o la policía? ¿Estamos en esta disyuntiva? No es dable pensar en
éstas como opción, por eso hay que buscar alternativas que produzcan más ciudad
y más seguridad tanto objetiva como subjetiva.
OMAR COLMENARES TRUJILLO ABOGADO ANALISTA |
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