jueves, 17 de mayo de 2018

PERCEPCIÓN DE INSEGURIDAD





EL MIEDO AL DELITO Y LA PERCEPCIÓN DE INSEGURIDAD




En la literatura científica existe una discusión amplia sobre el término miedo al delito, que  se entiende como una percepción subjetiva de inseguridad que tienen los individuos en un contexto concreto, o dicho de otro modo, es sería la sensación que tiene cada persona de la posibilidad de ser víctima de un delito. Por todo, con el tiempo el miedo al delito se ha convertido en un problema de estudio tan importante como las propias tasas de criminalidad objetivas, puesto que las consecuencias negativas de este temor subjetivo tanto a nivel individual como social o urbano son muy preocupantes para la vida social. El presente artículo trata de hacer un repaso por los diferentes matices que los autores dan a la definición de este concepto, para analizar la importancia de sus consecuencias, medición y aplicación en la sociedad.

MIEDO AL DELITO

Como se ha señalado, el miedo al delito no es percepción del riesgo como tal, sino su consecuencia (Warr, 2000).  En esta línea, hay que destacar que existen diferentes conceptos que suelen confundirse con el concepto miedo al delito, pero que, tal y como ha mostrado la literatura científica al respecto, no significan exactamente lo mismo, como son inseguridad ciudadana y preocupación por el delito.

En primer lugar hay que matizar que miedo al delito e inseguridad ciudadana no tendrían el mismo significado ya que aunque el miedo al delito, igual que la percepción de inseguridad, haría referencia a percepciones y emociones subjetivas de los individuos (San Juan, Vozmediano y Vergara, 2009). Sin embargo, el miedo al delito hace referencia al temor de los ciudadanos a ser personalmente víctimas de algún crimen o de cierto tipo de delito, mientras que la inseguridad ciudadana puede entenderse como miedo al crimen en abstracto, es decir, como una inquietud respecto al delito como problema social (Serrano y  Vázquez, 2007) . De este modo, la inseguridad ciudadana no incluiría sólo la delincuencia como tal, sino también “otras preocupaciones como el terrorismo, la presencia de inmigrantes, la seguridad alimentaria, y ahora, con torrencial eclosión, el miedo al cambio climático” (Vozmediano, San Juan y Vergara, 2008).

En segundo lugar, se puede realizar una diferenciación entre preocupación por el delito y miedo al delito como tal. En este sentido, la preocupación por el delito iría referido a la estimación general que tienen los ciudadanos de la seriedad del problema de la delincuencia (Soto, 2005), basado en los datos oficiales de los que se disponen. Sin embargo, miedo al delito en contraposición con este término no se basa en datos sino en la percepción de cada ciudadano de sus propias posibilidades de ser víctima, como ya se ha comentado. Es decir, la preocupación por el delito no comportaría necesariamente miedo a ser víctima, como sí el concepto que nos ocupa. Así, “el hecho de que la violencia se perciba como problema social no significa necesariamente que uno se sienta afectado personalmente” (Dittmann, 2008)


La importancia del estudio del miedo al delito en las ciencias sociales radica en que esa percepción subjetiva de inseguridad puede tener consecuencias negativas en la población, tanto a nivel individual como social e incluso urbano.

Medina (2003) cita a Warr, al señalar  que  “las consecuencias del miedo son reales, tangibles, y potencialmente severas a ambos niveles, el individual y el social”, lo que supone que la reducción (o más bien el control de los niveles) del miedo al delito se ha convertido en algo igual de importante que la reducción de las tasas de delitos.

En este sentido, “el miedo al delito obliga a los individuos a cambiar sus estilos de vida” (Medina, 2003), y puede conllevar una pérdida de calidad de vida al “originar ansiedad, cambio de hábitos (…), fractura del sentimiento de comunidad y menor implicación en actividades comunitarias, aislamiento, actitudes favorables a políticas más punitivas…” (Vozmediano, 2010), lo que conlleva, obviamente, consecuencias negativas para la calidad de vida de las sociedades y “constituye un obstáculo para la democratización del espacio público urbano” (San Juan y Vozmediano, 2009).

Profundizando en estas consecuencias del fenómeno, cabe destacar que a nivel individual, el miedo al delito puede provocar cambios de conductas dirigidas a una mayor protección dentro y fuera del hogar, por ejemplo “las personas pueden buscar vivir en edificios con sistemas de vigilancia que restringen el acceso de desconocidos (…) [y] las personas pueden también alterar algunos hábitos de interacción social, como evitar salir de casa” (Ruiz Pérez, 2007)., mientras que fuera de la vivienda se pueden abandonar ciertas zonas o evitar determinadas interacciones sociales, lo que hace disminuir la vigilancia informal e incrementa el riesgo de aparición de delitos. Esto último, además, enlaza con las consecuencias sociales, como la disminución de la comunicación o el aislamiento social.

Por tanto, el miedo al delito afectaría a los patrones de actividad de los individuos, limitando su participación en las actividades sociales e, incluso, generando un estrés psicológico que supone una grave limitación en la libertad individual (Atkins, Husain y Storey, 1991).

Sin embargo, no hay que dejar de lado que el miedo al delito no tiene por qué ser intrínsecamente nocivo para los ciudadanos, porque puede poner a los individuos “alerta” y prevenir conductas que favorezcan su victimización. Por tanto, este concepto “llega a ser disfuncional cuando el miedo es desproporcionado al riesgo objetivo” (Warr, 2000), lo que convertiría a los individuos en víctimas de una percepción subjetiva y no necesariamente relacionada directamente con la realidad delictiva.

Entre la literatura científica centrada en este concepto del miedo al delito, una importante línea de investigación se ha enfocado a detectar los  factores que contribuyen a crear sentimientos de inseguridad ciudadana (Medina, 2003). Así, se pueden establecer tres hipótesis para conocer el miedo al delito, centradas en la vulnerabilidad de los individuos, en la victimización, y en las variables ambientales:

En  Vulnerabilidad: se trataría del estudio de las variables personales, como sexo, edad, capacidad de afrontar problemas y control (Vozmediano y San Juan, 2006). En este ámbito, los estudios han tratado de relacionar género y edad con miedo al delito (Gilchrist et al, 1998) en el sentido de que las mujeres sufren mayor miedo al delito que los hombres, y las personas de avanzada edad, más que los jóvenes. Según Medina (2003), de hecho, “se asume que mujeres, personas de mayor edad, miembros de minorías étnicas, y personas de baja clase social son personas que exhiben, por regla general, una mayor vulnerabilidad objetiva y subjetiva frente al delito”. Sin embargo, hay una paradoja en estos resultados, ya que si bien las mujeres suelen tener niveles de miedo al delito mayores, sin embargo, son víctimas con menos frecuencia (Vozmediano, 2010) y ciertos estudios señalan incluso que las mujeres y los ancianos parecen tener los niveles más bajos de victimización (Will y McGralh, 1995).  Con todo, parece evidente que “la gente más vulnerable se siente lógicamente más insegura y, en la medida de sus posibilidades, toma más medidas de seguridad, disminuyendo su exposición al riesgo y, por tanto, su victimización” (Gondra, 2008).

En  Victimización: Haría referencia a las variables psicosociales,  (Vozmediano y San Juan, 2006) y se centraría sobre todo en  que aquellos individuos que ya han sufrido o vivido  de forma directa o indirecta  un delito temen ser víctimas de nuevos delitos. Los delitos vividos de forma directa son los que se sufren en primera persona, en los que el individuo es víctima, mientras que los delitos sufridos de forma indirecta hacen referencia al conocimiento de victimización. Esta información puede llegar a través de familiares, amigos o conocidos, y también a través de los medios de comunicación o por medio de fuentes secundarias, ya que la imagen que los ciudadanos se componen sobre la criminalidad depende “en primer lugar, de su propia experiencia como víctima o la de sus allegados. En su defecto, se convierten en fuente principal las noticias que difunden los medios en relación con la delincuencia, cuando no el mero rumor de la experiencia de otros” (Soto, 2005).  En este sentido, una parte de la investigación también señala que existe una percepción de riesgo de victimización que supone que “aquellos individuos que piensan que están más expuestos a un mayor riesgo de ser víctimas, son también más temerosas del delito” (Medina, 2003).

En  Procesos ecológicos o variables ambientales: en diferentes estudios se postula que las dinámicas de los vecindarios y la actividad social de los mismos son claves para la reducción tanto del delito como del miedo al delito, en el sentido de que los barrios más cohesionados y con mayor integración, e incluso los diseños de los espacios, pueden favorecer que el miedo al delito sea menor. Este hecho está relacionado con la teoría de las ventanas rotas (Wilson y Kelling, 1980),  que conlleva que los signos de desorden en un lugar determinado atraen más desorden y debilitan el control social informal, es decir, que la delincuencia genera más delincuencia. Así, cuanto más “desordenado” perciba un individuo su barrio, más miedo al delito tendrá. En algunos trabajos se hace también referencia a la estructura del espacio urbano, siguiendo la línea de la prevención situacional del delito. Así, en primer lugar, ciertos estudios consideran que las características de un lugar pueden inhibir las relaciones sociales y hacer que los delitos ocurran con más frecuencia (Vozmediano y San Juan, 2006), y viceversa, mientras que, en segundo lugar, otros trabajos han puesto su mirada en la degradación de los espacios en referencia a la citada teoría de las ventanas rotas. Aquí, se establece que barrios que combinen parte residencial,  comercial, institucional y de ocio, pueden ser más seguros ya que atraen un flujo continuo de personas durante todo el día  garantizando la vigilancia informal (Schweitzer, 1999). En este sentido, se ha comprobado que las características socio-física de los escenarios urbanos son muy importantes para la aparición del miedo al delito, como “un fenómeno eminentemente urbano en su origen, que es en las ciudades donde este miedo es más frecuente y donde se manifiestan sus consecuencias” (Vozmediano, Vergara y San Juan, 2010) ya que en ese entorno, aparece la idea de que no nos conocemos,  y tenemos muchas interacciones diarias en diferentes espacios, “pero nunca tenemos un conocimiento profundo ni certero sobre quién es la persona con la que estamos hablando” (Fernández-Ramírez, 2008). Para Taylor y Covington (1991), así, es la falta de lazos sociales locales y la conciencia de que el barrio se está deteriorando lo que da lugar a un miedo al delito elevado.

En otros estudios, también se han señalado como factores que pueden explicar el miedo al delito estudios sobre la confianza en la policía, los hábitos televisivos (Romer, D., Jamieson, K., Aday, S., 2003),  o la crisis de confianza en las instituciones públicas que se produce en la sociedad contemporánea (Medina, 2003), aunque los resultados respecto a estos factores no son tan determinantes, como es el caso de la satisfacción con la policía que, tal y como afirma Medina (2003), parece no tener ningún efecto consistente en el miedo al delito cuando se controlan las demás variables relevantes que pueden influenciar su aparición. Cabe destacar que diversos estudios han relacionado también el papel de los medios de comunicación como victimización indirecta como una de las causas más importantes del miedo al delito, porque es a través de las noticias de estos diferentes canales de comunicación  como construimos los individuos las percepciones sociales,  sin embargo, no existe “suficiente investigación sistémica que evalúe  el impacto de los medios sobre las percepciones públicas del delito o el miedo al delito” (Warr, 2000).

En cualquier caso, el miedo al delito, o el temor a ser víctima de una agresión, estaría relacionado con la probabilidad que una persona estima de ser víctima de un delito. Sin embargo, los individuos tienden a sobrestimar esas probabilidades, por lo que los factores que explicarían las posibilidades de forma objetiva no son los mismos que explican la aparición del miedo al delito (Ruiz Pérez, 2007).


COMO HACER FRENTE AL MIEDO AL DELITO


El miedo al delito no debería ser erradicado, sino regulado, ya que puede ayudar a los individuos a protegerse ante problemas de delincuencia reales, como ya se ha comentado con anterioridad, sin embargo, no es en ningún caso beneficioso cuando el nivel es más elevado que el de delitos objetivos.

Siguiendo a Warr (2000), el problema al que nos enfrentamos al hablar de miedo al delito no es la ausencia de conocimiento por parte de los individuos que componen la sociedad y que son víctimas de este fenómeno, sino la falta “de desmitificación del delito para el público en general y de presentación de una versión razonable y entendible de los hechos sobre el delito”.

En este sentido, y siguiendo a la autora Vozmediano, si se da una situación ideal en la que tasa de delitos y miedo al delito es baja, no se debería realizar intervención alguna, mientras que si la tasa de delitos  y el miedo al delito son elevados, se produce un miedo realista que supondrá que sea más importante combatir el delito que la percepción subjetiva que se da en los ciudadanos, porque probablemente ésta bajará cuando descienda la primera.

En el tercer caso, si la tasa de delitos es elevada, pero el miedo al delito bajo, se produce una sensación de seguridad no realista que puede llevar a los individuos a tener conductas que propicien que se produzca un delito, es decir, que favorezcan las oportunidades de ser víctimas. En este caso no deberíamos intervenir para reducir el miedo al delito, ya que al hacerlo  “incrementaríamos las oportunidades de que los individuos dejaran de tomar las precauciones necesarias para su propia seguridad (o la seguridad de otros) y, por tanto, aumentaría su riesgo de victimización” (Warr, 2000).

Por último, una tasa de delitos baja y un miedo al delito elevado supondrán la aparición de un miedo no realista, que necesitará de una intervención a nivel de percepción subjetiva, para eliminar la sensación de inseguridad que no se corresponde con la realidad.

Partiendo de estas situaciones, y para combatir el miedo al delito en los casos en los que es necesario, en ciertos estudios se apunta a los factores que causan el miedo al delito, como es la influencia de los medios de comunicación  a través de la imagen que de la delincuencia se da en las noticias (Warr, 1993), entre los motivos más significativos, pero  sería difícil conseguir una intervención efectiva sobre el descenso del miedo al delito centrándonos en esos factores, ya que no existe literatura científica suficiente que muestre cuáles son realmente las causas que, en este sentido, hacen que los individuos tengan mayor o menor miedo al delito.

Sin embargo, y en relación con la importancia ecológica que los estudios otorgan a este fenómeno, parece que la intervención en el diseño de los espacios urbanos es importante para combatirlo (Vozmediano, Vergara y San Juan, 2010) y, sobre todo, más efectivo. En este sentido, hay que señalar que un vecindario en armonía es aquel que consigue un equilibrio entre la determinación de sus moradores de conservar su intimidad y su simultáneo deseo de establecer diversos grados de contacto, esparcimiento y ayuda con sus vecinos (Jacobs, 1973), donde tan importante es la seguridad objetiva como el sentimiento de seguridad de los individuos, lo que requiere no sólo de vigilancia policial formal, sino de control social informal (Skogan, 1986).

También algunos estudios, como el realizado por Vozmediano y San Juan (2006), proponen el uso de sistemas de información geográfica (SIG), para la recopilación, representación y análisis de información referenciada geográficamente, para abordar cuestiones relacionadas con el miedo al delito como las variables psico-socio-ambientales y en qué medida explican cómo surge y se mantiene ese miedo al delito. Este sistema, permitiría estudiar el fenómeno en tiempo y espacio y realizar comparaciones entre diferentes lugares.


PERCEPCIÓN DE INSEGURIDAD


La percepción de inseguridad - por ser una construcción social - tiene un momento histórico que toma cuerpo, para el caso que nos ocupa en Latinoamérica es a principios de los años noventa con la libre movilidad de los capitales; en este contexto la sensación de inseguridad aparece como una externalidad negativa para la inversión extranjera, el turismo y el desarrollo urbano. En este caso, revistas como “América Economía” al introducir la noción de riesgo han construido la percepción de inseguridad desde lo empresarial e internacional.Adicionalmente, las policías locales incorporan el tema por la brecha existente entre violencia objetiva y subjetiva, como forma de descargar responsabilidades frente a los medios de comunicación.Todo esto supone que si ésta nace socialmente, de la misma manera puede ser contrarrestada y revertida.

Hay que tomar en cuenta que la percepción de inseguridad puede originarse en hechos que no tengan nada que ver con los actos de violencia ocurridos o por ocurrir (anteriores o posteriores), sino por ejemplo, de sentimientos de soledad o de oscuridad que finalmente tienen que ver, en el primer caso, con la ausencia de organización social o la precaria institucionalidad; o en el segundo caso, por la falta de iluminación de una calle, la ausencia de recolecciónde basura o la inexistencia de mobiliario urbano.

Si la ciudad es un espacio de “soledades compartidas” y, por tanto, el lugar del anonimato y la inseguridad; allí el temor crecerá y, lo que es peor, el miedo se convertirá en principio urbanístico. Es decir, hay un miedo construido en la ciudad y también una ciudad construida por el miedo.


Por esta razón, las políticas urbanas han empezado a tomar en cuenta esta dimensión, desarrollando propuestas como las llamadas, por ejemplo: “ventanas rotas” impulsadas en Nueva York y diseñadas para regular la conducta social en el espacio público; o “prevención situacional” que busca poner barre ras físicas al crimen. De allí que sea pertinente plantearse preguntas como las siguientes: ¿Quién produce y controla el espacio público: el crimen o la policía? ¿Estamos en esta disyuntiva? No es dable pensar en éstas como opción, por eso hay que buscar alternativas que produzcan más ciudad y más seguridad tanto objetiva como subjetiva.

OMAR COLMENARES TRUJILLO
ABOGADO ANALISTA




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